sábado, 7 de junio de 2008

El mamarracho del “tren bala” y las prioridades ferroviarias nacionales

El mamarracho del “tren bala” y las prioridades ferroviarias nacionales

En medio de la crisis autoprovocada por el Gobierno a raíz de su increíble batalla contra el campo, sus derrotas en materia de inflación y de relaciones con el mundo, etc., nuestros co-presidentes se zambullen en el mega-proyecto del ‘tren bala’, un verdadero mamarracho.
Mucho se ha dicho y se ha escrito en estos días acerca del tema y, pese a que puede resultar superfluo o redundante, quiero dejar expresadas algunas ideas al respecto.

Los trenes de alta velocidad en el mundo

Cuando tanto la Presidente cuanto su inefable vocero oficioso, Braga Menéndez, gritan contra quienes se oponen a este disparate, hablan de modernidad, y sostienen que, si bien el sistema ferroviario argentino se encuentra destruido en su mayor parte, o colapsado en la que sobrevive, ello no resulta incompatible con un proyecto que nos pondrá en el primer mundo.

Cuentan con trenes de alta velocidad España, Francia, Alemania y Japón, y para eso existen suficientes razones geográficas, poblacionales y económicas que los justifican. Sin embargo, este medio de transporte de pasajeros no ha sido adoptado ni por Estados Unidos o Brasil, ni por Italia, Gran Bretaña, Suiza, etc.; para no hacerlo también cuentan con fuertes razones.

Piénsese, solamente, que entre San Paulo (18 millones de habitantes) y Rio de Janeiro (8 millones), se usa el transporte de pasajeros por carretera o por avión, mediante un puente aéreo que, a lo largo de cada día de la semana, realiza más de cincuenta vuelos en ambas direcciones. Sin embargo, Brasil, pese a ser hoy la octava o novena economía del mundo, no ha considerado prioritario para su desarrollo un proyecto de este tipo, hace mucho en estudio.

Chile, con una economía menor a la de Argentina, dispone de un presupuesto anual ferroviario del orden de los US$ 1.500 millones, pero tampoco ha creído imprescindible contar con un ‘tren bala’.

¿Qué lleva a pensar, entonces, a nuestra pareja gobernante que debe gastar una cifra inverosímil en la construcción de tal faraónico proyecto? Si entre Rosario, Córdoba y Buenos Aires no hay más de seis vuelos diarios entre idas y vueltas, ¿para qué inventar un sustituto tan caro?

¿Cuántos pasajeros podrá transportar? ¿Cuántos servicios diarios realizará? Entre Madrid-Córdoba-Sevilla y entre Madrid-Tarragona-Barcelona se cruzan AVE’s (Alta Velocidad Española) más de veinte veces por día, y algo similar ocurre con los TGV (los trenes de gran velocidad franceses); ¿existe tal demanda en Argentina?; al menos, ¿se ha estudiado ese tema?

Por lo demás, ¿cuánto deberá costar el pasaje en el ‘tren bala’ como para permitir recuperar lo invertido en él? Si un ticket entre Madrid y Sevilla llega a € 100, ¿cuánto será el precio entre Buenos Aires y Rosario, que se encuentran a una distancia 25% menor? ¿Cuántos argentinos se encuentran en condiciones de pagar por un servicio de lujo?

La única respuesta es que, nuevamente, deberá subsidiarse ese tráfico, con la secuela de corrupción que de ello se deriva.

El costo y su comparación

El proyecto, que se inició con un costo teórico de US$ 1.300 millones ya ha crecido hasta los US$ 4.000 millones y, como dice la gente de la Coalición Cívica, que ha realizado algunos estudios y análisis, seguramente llegará los US$ 10.000 antes de comenzar a funcionar. Como es bien sabido, el ‘tren bala’ será sólo para pasajeros, toda vez que no existe carga alguna que justifique el pago de un flete enorme a cambio de una velocidad innecesaria.

Los montos que baraja la Coalición suenan bastante próximos a la realidad, ya que no han sido considerados, en los presupuestos del Gobierno, detalles tales como que un tren de alta velocidad no puede tener pasos a nivel (sólo entre Mar del Plata y Buenos Aires, por ejemplo, existen más de cien), por lo cual resultará necesario construir puentes y túneles, amén de ‘entubar’ los recorridos dentro de los conglomerados urbanos.

Un comentario aparte merece el proceso licitatorio, que vio alterado su pliego después de la adjudicación, violando la ley de procedimiento administrativo y provocando enormes suspicacias. Sobre todo, al difundirse que el adjudicatario es un consorcio, mayoritariamente integrado por Alstom, la misma empresa que ha confesado, en Europa, haber repartido coimas en Brasil y otros países para construir ferrocarriles y subterráneos.

Entonces, es menester comparar los números de los que disponemos con otros que son públicos y verificables.

Me referiré, específicamente, a Ferrobaires, el servicio ferroviario que presta aún hoy la Provincia de Buenos Aires dentro de su territorio. Los ramales son, desde y hacia Buenos Aires, Mar del Plata-Miramar, Las Armas-Pinamar, 25 de Mayo-Bolivar-Daireaux, Olavaria-Pringles o Lamadrid-Bahía Blanca-Carmen de Patagones, Bragado-Pehuajó, Bragado-Lincoln y Junín-Vedia. Se mueve con locomotoras y coches cuya edad supera los treinta años y, en algunos casos, excede los cincuenta.

Ferrobaires, pese a que ha sido teóricamente re-nacionalizada hace más de un año, nunca recibió subsidio alguno de la Secretaría de Transportes, a cargo de otra espada del matrimonio K, Ricardo Jaime.

Para pagar su combustible, la luz, el gas, el papel y otros insumos normales de una empresa y, sobre todo, para el mantenimiento de su material rodante y de las vías que tiene bajo su responsabilidad (1.200 Km: Buenos Aires-Mar del Plata, 25 Mayo-Bolívar, y Bahía Blanca-Carmen de Patagones, ya que el resto está concesionada a líneas ferroviarias de carga), dispone sólo de sus ingresos por ventas de pasajes.

Esos recursos promedian los $ 22 millones anuales, por supuesto con fuertes variaciones estacionales. Esa suma equivale a US$ 7 por año. Para brindar un buen servicio, resultarían necesarios unos $ 150 millones anuales, es decir, algo parecido a US$ 48 millones; así, podrían mejorarse en mucho los tendidos férreos y renovar, gradualmente, toda su flota rodante. En resumen, el dinero que el Gobierno dice que gastará –como comenté, será muchísimo más- alcanzaría para ¡83 años! de mejoramiento y actualización del ferrocarril de la Provincia de Buenos Aires.

Cuando Frondizi comenzó a desmantelar los ferrocarriles argentinos, el país contaba con 45.000 Km de vías en uso; hoy, sobre todo después de Menem y Cavallo, restan unos 7.000 Km. casi todos destinados, exclusivamente, al transporte de carga.

Han perdido sus emblemáticos servicios ferroviarios de pasajeros las provincias de Salta y Tucumán, de Mendoza, de Misiones y de Rio Negro, pese que éstas dos últimas conservan una frecuencia irregular entre Bahía Blanca y Bariloche y entre Buenos Aires y Posadas, servidas por una sola locomotora cada una.

Los trazados de vías concesionados a empresarios privados de carga, pese a que éstos estaban obligados a mantener los perfiles de velocidad aptos para el transporte de pasajeros, están absolutamente deteriorados (como ocurre, por ejemplo, entre Maipú y Tandil, que hoy no permite viajar a más de 30 Km/h) por la falta de inversiones.

Este es el panorama general del país, y el Gobierno pretende construir un ‘tren bala’ para atender el tramo Buenos Aires-Rosario, que se extendería, con un ‘tren de alta prestación’ (menor velocidad) a Córdoba.

Los servicios suburbanos de pasajeros

Los servicios suburbanos (de cercanías, como los llaman en España) de pasajeros merecen un capítulo aparte.

Es de público y notorio conocimiento el deplorable estado en el que se encuentran la totalidad de ellos, con la única excepción de la línea a Tigre, que aún conserva cierta calidad. Y todo ello pese a los enormes subsidios que, mes a mes, distribuye oscuramente el ya nombrado Jaime, a su solo arbitrio.

En los países que actúan con lógica, estos servicios son de innegable confort y, sobre todo, de gran puntualidad. Y ello se debe a que esas naciones han establecido una prioridad: desalentar la concentración humana en los grandes centros urbanos.

Cuando cuenta con un eficiente servicio público de transporte, sobre todo ferroviario, la gente tiende a vivir fuera de las ciudades, pese a trabajar diariamente en ellas. Así, basta con observar los ejemplos de Nueva York, Madrid, Paris, Londres, Roma, Milán, etc., etc.

Si, por el contrario, esa misma gente debe viajar hacinada, en trenes peligrosos y que no respetan horario alguno, tenderá a vivir cerca de su trabajo, aumentando la densidad de la población y saturando las ciudades, como ocurre en Buenos Aires, Rio de Janeiro y, sobre todo, en San Pablo.,

Piénsese, entonces, cuánto podría hacer el Estado para mejorar la calidad de vida de la población si dotara, con mucho menos dinero que el destinado al ‘tren bala’, a sus grandes centros urbanos –Buenos Aires, Rosario, Córdoba- de un eficiente servicio ferroviario local.

Los trenes de pasajeros deben ser del Estado

Hoy, por lo demás, en Europa, cuyas distancias interurbanas son de menor magnitud que en América, el tren reemplaza, y con enormes ventajas, al transporte aéreo y, aún, al automotor. El tren resulta más cómodo, más seguro, más barato y -sumando al tiempo de vuelo el que demanda el traslado hacia y desde los aeropuertos y el lapso de espera previa en ellos- más rápido que el avión, especialmente cuando los países cuentan con servicio ferroviario de alta velocidad.

No voy a continuar extendiéndome acerca de las ventajas del ferrocarril; prefiero dedicar lo que resta de este artículo a explicar por qué el tren de pasajeros debe ser estatal.

Lo primero que debo asegurar es que el Estado puede prestar un servicio eficiente, como ocurre en Francia o en España, y ello sólo requiere que la compañía que lo administre, pese a ser pública, trabaje y se desempeñe como privada, con todos los desafíos –en cuanto a control y cumplimiento de objetivos- que ello implica.

En Gran Bretaña, donde esos servicios fueron privatizados en el gobierno de Margaret Thatcher, la calidad de los mismos ha caído estrepitosamente; baste para comprobarlo recordar que, en tiempos no tan lejanos, los ingleses podían poner en hora sus relojes utilizando la puntualidad de sus trenes.

La explicación para justificar la postura de la necesidad de que el Estado sea quien opere los ferrocarriles de pasajeros es, además, muy simple.

Cuando cualquier empresario privado crea un negocio –sea cual fuere el sector económico en el que se desenvuelva, incluyendo el transporte ferroviario-, realiza una cuenta (suma y resta) sumamente elemental.

Piensa cuánto debe invertir, cuánto insumirán sus gastos operacionales, cuánto deberá pagar en impuestos, le añadirá la tasa de retorno del capital invertido y, con todo ello, llegará a una suma determinada. A ella le restará, entonces, el precio al que venderá su producto o servicio. Y nada más. Si el resultado de esa ecuación determina que generará ganancias, hará el negocio planeado; en caso contrario, lo descartará.

Volviendo a los trenes de pasajeros, lo primero que se debe poner sobre la mesa es la enorme magnitud de las inversiones que se requieren, tanto en infraestructura –sobre todo, en vías, señales, cambios, etc.- cuanto en material rodante, es decir, locomotoras y coches de pasajeros.

Utilizando la ecuación a la que hice referencia más arriba, si va a ser el pasajero quien, a través de su boleto, pague todas esas inversiones y todos esos gastos, el precio del transporte se convertirá en carísimo o, aún más, alcanzará un nivel imposible de afrontar por el público usuario.

¿Qué ocurre cuando el Estado es el empresario? Nuevamente, muy simple: la ecuación se modifica dramáticamente. En ella, el Estado introduce otros elementos que, como veremos, no pueden –y, tal vez, ni deban- ser tomados en cuenta por el empresario privado.

Esos elementos son los llamados ‘externalidades’. Y son tan conocidos en el mundo que las propias Naciones Unidas han adoptado un sistema para medirlas y cuantificarlas.

Se designa de ese modo a los beneficios que un servicio aporta a una comunidad en forma indirecta. Me refiero, con ello, a cuánto disminuye el tráfico por carretera un servicio ferroviario eficiente, cuánto reduce el deterioro de las mismas, cuántos menos automóviles ingresan a las ciudades, cuánto menos ruido deben soportar los ciudadanos, cuánto se reduce la contaminación ambiental, cuánto se reduce el consumo de combustibles, cuánto menos stress sufre la población, cuántos menos accidentes se producen, cuántos ciudadanos pueden evitar vivir en las ciudades, , … y un larguísimo etcétera.

Esas ‘externalidades’, entonces, son las que invierten el resultado de la ecuación, tornándola positiva para el operador, y ello permite que el boleto o ticket que deba pagar el usuario por utilizar el servicio resulte accesible o, directamente, barato.

Como ya expliqué, sólo el Estado puede tomar en cuenta dichas externalidades, ya que debe asumir el costo total de las mismas si no puede ofrecer un transporte ferroviario eficiente y confiable.

Esa necesidad de que sea el Estado, en cualquiera de sus niveles, quien invierta y administre los ferrocarriles de pasajeros, sólo puede evitarse mediante fuertes subsidios a los empresarios privados, como forma de compensar a éstos por el resultado negativo que –al no considerar en ella a las externalidades- sin dudas surgirá de su ecuación.

Pero, reitero, el Estado debe actuar, en la especie, como una empresa privada, y las autoridades de ésta deberán rendir acabada cuenta de su gestión, como si tuvieran accionistas ante quienes responder por el cumplimiento de los objetivos determinados.

Por lo demás y como ya dije, es siempre desaconsejable recurrir, como lo ha hecho el Gobierno argentino, a una política de subsidios a los empresarios privados, y lo es por la falta de control sobre la verdadera y efectiva aplicación de los importes en cuestión a los fines para los cuales fueren destinados, y a la obvia falta de transparencia en los procedimientos de adjudicación.

El zorro en el gallinero

Un breve párrafo final para comentar una absurda decisión del Gobierno: cuando re-privatizó el ferrocarril Belgrano Norte, de carga, principal red troncal del país, que lo vincula a Chile y a Bolivia, el inefable señor K y su escudero, otra vez don Jaime, entregaron parte de las acciones y un asiento en el Directorio de la empresa a don Moyano, el camionero.

Por antonomasia, el enemigo del tren, y viceversa, es el camión; la explicación es tan obvia que me abstengo de hacerlo.

Bs.As., 12 May 08


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Propuestas

Propuestas

Actúo en diferentes foros de reflexión, en los cuales se trata de pensar el País y, en especial, cómo encontrar alguna salida para una situación que, es sensación generalizada, desembocará en un trágico escenario.
Quienes comparten estas actividades son unánimes en afirmar que la única posibilidad que la Argentina tiene de invertir su derrotero pasa por la educación, ya que será el instrumento de reversión de la decadencia nacional.
Pese a que, obviamente, coincido con esa postura, también estoy convencido de que llevará, como mínimo, una generación lograrlo, y el abismo se encuentra mucho más próximo.
Es por ello que, ya mismo, debemos encontrar los mecanismos que nos permitan detener el bólido desbocado en el que se convertido nuestro País en su avance hacia su siniestro destino y, con esa creencia, presentaré muy somera y humildemente mis propuestas, como una base para provocar la discusión y, entre todos, buscar la solución para algunas de las principales cuestiones.

La Justicia.

Sin pretender dictar cátedra sino, simplemente, realizar propuestas para su discusión inmediata, comenzaré entonces diciendo que, en la Argentina y en cualquier otro país, “con Justicia, todo es posible; sin Justicia, nada es posible”.
No descubro pólvora alguna cuando sostengo que la inseguridad, la impunidad, la corrupción, son los temas que más preocupan a los ciudadanos hoy en día; todos ellos, entre otros no menos importantes, son temas sobre los cuales una Justicia verdaderamente independiente, seria y rápida podría accionar muy rápidamente.
Pero, ¿cómo hacer para cambiar, en tan breve plazo como el que el País necesita, la Justicia que hoy tenemos?
No servirá para ello el procedimiento utilizado hasta ahora por el Gobierno, pese a su previamente declamada voluntad de transparencia, para la elección de los ministros de la Corte o para la propuesta de candidatos a jueces, desoyendo e ignorando las críticas públicas o alterando, por su sola voluntad, el orden de mérito en los concursos.
Creo que la gravedad del momento que vivimos amerita y justifica una solución drástica, y a ella se podría llegar por dos caminos: la voluntad de colaboración de los actuales jueces, o la suspensión ‘emergencial’ de la Constitución.
La propuesta, en este sentido, no puede ser más elemental. Se trata de obtener -por un renunciamiento histórico o por imposición de la voluntad unánime del pueblo, manifestada en las urnas- la vacancia de la totalidad de los cargos de ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Como tengo la certeza, después de casi cuarenta años de ejercicio de la abogacía, que la enorme mayoría de los jueces son individuos probos y capaces, y que cada uno de los fueros y jurisdicciones conoce perfectamente a los mejores y a los peores de sus propios integrantes, propongo reemplazar a los renunciantes ministros de la Corte por aquellos que resulten elegidos por el voto de sus pares en las distintas cámaras de apelaciones, de forma tal de dotar al Tribunal no solamente de los individuos más selecto sino, también, de los más respetados.
Para que esta propuesta tuviera éxito, el procedimiento debería replicarse en todas y cada una de las provincias, para evitar la manipulación caudillista y clientelista de sus realidades sociales y políticas y, por supuesto, una constante vigilia ciudadana sobre el comportamiento de los políticos, que intentarán influir en los procesos para buscar, a través de la connivencia corrupta, la protección de sus intereses espurios.
El mero hecho de contar con una Justicia a prueba de corrupción, sea ésta monetaria o política, permitirá a la población volver a confiar en un futuro posible para nuestra Patria.
Pese a las naturales exigencias cotidianas de quienes padecen la inseguridad en carne propia no creo necesario modificar las leyes existentes sino, simplemente, aplicarlas con rigor y equidad.
Los argentinos nos hemos pasado la vida, a través de generaciones enteras, tratando de modificar la Constitución para permitir soluciones meramente coyunturales a nuestros problemas políticos, cuando hubiéramos debido respetar aquellas convenciones a las que arribaron nuestros antepasados en el ya lejano siglo XIX, con la incorporación a ellas de los derechos individuales que nadie discute.
Piénsese, sólo, en qué sucedería con la seguridad si la Justicia se sintiera independiente del poder político y llegara al fondo de la alianza real entre los malos policías, los punteros locales y los delincuentes, aplicando a todos ellos el peso de la ley vigente.
Piénsese en qué sucedería si todos los funcionarios, a partir de cierto rango, tuvieran que pasar por un juicio de residencia, como aquél al que eran sometidos los representantes de la Corona al dejar sus cargos.
Piénsese cómo mejoraría la administración pública si la misma Justicia se encargara, eficientemente, de investigar las denuncias de corrupción y el enriquecimiento indebido de algunos.
Por lo demás, la trascendencia pública internacional de la independencia del Poder Judicial en Argentina, y el apego obligado del País a sus leyes, no solamente prestigiará nuestra imagen en el mundo sino que, con ello, comenzarán a aparecer las inversiones, tan esenciales para el desarrollo económico.
Si los argentinos nos convencemos que nunca más las reglas serán cambiadas por quien ejerza el Ejecutivo, o por el absoluto desprecio del partido mayoritario ocasional por el interés público, regresarán los capitales hoy depositados en el exterior, y de su mano volverán los extranjeros.

La Universidad

Hace muchos años, un muy respetado amigo –Andrés Cisneros- acuñó una frase que debiera permitir reflexionar a los jóvenes universitarios argentinos: “La Universidad gratuita es la Universidad del privilegio”.
Para comprenderla, basta con recordar que contribuyen actualmente a su sostenimiento –a través de los impuestos- grupos sociales y personas que, absolutamente, nunca podrán ver a sus hijos acceder a ella.
Además, vemos todos los días a graduados en las más diversas profesiones buscando su sustento mediante el desempeño de tareas subalternas, cuando no emigrando en masa en procura de oportunidades hoy desconocidas en la Argentina.
Y también vemos cómo se ha ido degradando la calidad de la enseñanza en la Universidad pública, por el exceso de alumnos, por la obsolescencia de su infraestructura edilicia y su equipamiento, por la deserción de sus mejores profesores.
Creo que, como todo, esto tiene solución, pero ella requiere cejar en las ambiciones personales menores e indignas por parte de aquellos que ven en los claustros sólo un trampolín para saltar hacia la política, cuando no un argumento falaz para engañar a los desprevenidos.
Me refiero, concretamente, al ingreso irrestricto, tan defendido por nuestros líderes políticos y estudiantiles, que ha producido la superpoblación de las facultades, la eternización de los estudiantes en los claustros, la graduación escasa y en carreras innecesarias para el País.
Cuando se buscara la razón de la frase acerca del ‘privilegio’, la explicación sería muy sencilla. Hoy sólo pueden acceder a la Universidad aquellos estudiantes que tienen, en su familia o en su trabajo, los medios para sustentarse durante sus carreras, muchas de las cuales impiden, precisamente, trabajar a la vez. Es absurdo pretender que trabajadores sin educación solventen, con sus impuestos indirectos, el lujo de quienes optan por una Universidad a la cual sus hijos jamás accederán.
Y ello se agrava cuando se piensa no solamente en los estudiantes crónicos, que insumen ingentes gastos en profesores e infraestructura, sino en la cantidad de graduados que, por no resultar necesarios en un mercado determinado, no encuentran posibilidad de inserción laboral en sus especialidades. Así, la Argentina ha pagado, a precio de oro, la formación de arquitectos hoy taxistas, de abogados hoy empleados administrativos, etc., con la carga de frustraciones que ello implica para los mismos graduados.
Para estos problemas, mi propuesta de solución consiste en realizar una planificación de largo plazo, para determinar cuántos graduados necesitará, en cada una de las disciplinas, el País dentro de cinco años, y revisar esa planificación anualmente, cosa de adecuar sus resultados a la cambiante realidad económica nacional.
Con esos números en las manos, establecer en cada una de las facultades dos cupos: uno, que responda a esos resultados y, el otro, determinado por la verdadera capacidad física de los establecimientos educativos para alojar a los estudiantes.
A partir de allí, los estudiantes del primer cupo, es decir el formado por aquellos que resultarán necesarios para el País y a los cuales se les exigiría un altísimo nivel, tanto para su ingreso cuanto para su permanencia, no solamente no pagarían matrícula alguna sino que, por el contrario, recibirían un salario por estudiar, por un monto tal que les permitiera vivir razonablemente. Ese salario, concebido tanto como una beca cuanto como un préstamo ‘de honor’, sería devuelto a la Universidad por el graduado, con un plan de pagos acorde con las posibilidades de entonces.
Por su parte, el segundo cupo, o sea, el formado por aquellos estudiantes que tuvieran la vocación pero no tuvieran el nivel necesario para integrar el primero y que, además, resultarán excedentes para el País y, por ello, en principio innecesarios, deberán pagar una matrícula para acceder a la Universidad y cursar en ella. El atractivo de la Universidad pública radicará en la excelencia de sus claustros de profesores, y el prestigio que de ello derivará para sus graduados.
El control permanente sobre el primer cupo, y la necesaria movilidad que supondrá la exigencia requerida, permitirá que los mejores del segundo pasen a integrar el primero cuando se produzcan eliminaciones en éste.
El presupuesto universitario estará integrado, entonces, no solamente por el actual aporte del Estado Nacional y de los provinciales a las universidades públicas, sino por la matrícula que pagarán los integrantes del segundo cupo y el reintegro de los préstamos ‘de honor’ y, a todo ello, se sumarían los honorarios de consultarías a brindar por la Universidad.
Todo esto producirá, en cascada, diversos efectos. El primero: el aumento formidable del presupuesto permitirá incrementar en mucho los salarios de los profesores, permitiendo a éstos dedicar, seriamente, toda su actividad a la docencia y la investigación. La actual ‘dedicación exclusiva’ es, en muchos casos, una corruptela más de nuestro sistema social.
Ese incremento, a su vez, producirá que los mejores profesionales con vocación quisieran integrar los cuadros docentes, mejorando con ello la calidad de la enseñanza, hoy sumamente deteriorada.
La concentración de cerebros en la Universidad permitirá a ésta ofrecer sustanciales servicios de consultoría pagos los cuales, en el caso del Estado, resultarían obligatorios. Con ello, se produciría un ahorro enorme del gasto que hoy se destina a la contratación de servicios privados por parte de muchos organismos públicos.
La onerosidad de esos servicios de consultoría realimentará, obvio es decirlo, el presupuesto universitario.
Como sucede en los países desarrollados, se darán incentivos fiscales a aquellas empresas privadas que acuerden con la Universidad la realización de trabajos de investigación estructurales a mediano y largo plazo.
Con tales fondos, la Universidad podrá asignar recursos para la remodelación y modernización edilicia y al re-equipamiento de sus laboratorios de todo tipo.
Entre los alumnos, el sistema que se propone elevará el nivel de aprendizaje y de exigencia en los claustros, mejorando la calidad de los graduados.
Respecto a éstos, toda vez que los integrantes del primer cupo obtendrán, por la exigencia previa, los mejores promedios y la planificación realizada habrá determinado su necesidad, tendrán inmediata incorporación al mercado laboral.
Los del segundo cupo que, en principio al menos, resultaban originalmente innecesarios para el País, y que por ello debieron afrontar el pago de una matrícula durante su carrera, también se verán beneficiados ya que, pese a que la exigencia con los mismos podría ser –en teoría- menor, la calidad de los claustros docentes les permitirá acceder a un nivel de educación muy superior al actual.
En esta propuesta, esbozada en forma simple y obviamente perfectible, los valores fundamentales de la libertad quedan resguardados, toda vez que quienes quisieran estudiar podrían esforzarse y hacerlo en forma rentada, y sólo se verían obligados a pagar por estudiar aquellos otros que no estuvieran dispuestos a realizar los sacrificios necesarios pero disponen de los medios necesarios para afrontar el costo de su educación.
Tampoco deja de ser cierto que, hoy, nos enfrentamos a un problema similar en los niveles primario y secundario. Pero revertirlo llevará tiempo, y el mejoramiento substancial de la Universidad acelerará ese proceso, ya que la excelencia derramará sobre toda la pirámide educativa.
Y no debo pasar por alto la posibilidad, bien concreta por cierto, que muchos que no consigan acceder a una educación superior en los claustros universitarios, encontrarán una salida para su vocación y su desarrollo laboral en carreras terciarias.

La deuda externa

Hoy nuestro País se ve enfrentado a una dura realidad: ha declarado el default, ha devaluado muy fuertemente su moneda y, pese a ello, sus exportaciones cayeron inmediatamente por debajo del nivel de los últimos diez años y sólo ahora están comenzando a recuperarse, con una lentitud extrema.
En el campo interno, la recesión ha hecho disminuir el consumo y la falta de crédito -producto de la cerrada negativa de los productores a endeudarse con el sistema a las tasas vigentes- impedirá la sustentabilidad del crecimiento, más allá de la natural expansión producto de la ocupación de la capacidad industrial instalada .
Va a sernos muy difícil salir de ese círculo terrible, pues la hiperinflación no se ha presentado aún exclusivamente debido al congelamiento de las tarifas públicas, y a la retracción general de la economía, que ha transformado a Argentina en la nación que ha visto caer más su PBI, en tiempos de paz, desde la II Guerra Mundial.
Si hoy, con una inflación dormida, hemos llegado a estos índices de desempleo, de pobreza, de indigencia, no quiero pensar qué ocurrirá cuando el proceso se desate. Y ello ocurrirá tan pronto el Gobierno se vea obligado a retocar los salarios públicos, nacionales y provinciales o a renegociar las tarifas, o la actual escalada de los precios del petróleo comience a repercutir sobre el mercado interno.
Y si le sumamos a ese panorama las incipientes acciones de los tenedores particulares de deuda en el exterior, hartos de la posición que hasta ahora han llevado a la mesa los negociadores argentinos, y que procuran obtener el embargo de los bienes nacionales, peores serán las nubes que oscurecerán nuestros pronósticos.
Es de público y notorio conocimiento que la falta de un acuerdo con el FMI, derivado del incumplimiento permanente de Argentina de los compromisos asumidos –léase las tarifas públicas, la coparticipación federal, la negociación de la deuda, etc.- representará enormes dificultades a la hora de obtener un porcentaje decisivo –¿66%?- de conformidades para el canje, y un fracaso de este plan terminaría de hundir, por muchos años, al País.
Es frente a ese cúmulo de problemas que se me ha ocurrido una idea, perfectible por supuesto, que puede servir para modificar ese negro futuro.
Hoy Argentina cobra a sus exportadores de productos primarios retenciones, que sirven para equilibrar y sostener el presupuesto nacional.
Además, percibe de quienes envían al exterior sus mercaderías manufacturadas importantes impuestos internos que tienden a elevar el precio externo y, con ello, restan competitividad a nuestros productos.
Pues bien; mi propuesta consiste en iniciar ya una nueva ronda de negociaciones, distinta a la actual, para llegar a un acuerdo con nuestros acreedores privados externos, haciendo una propuesta pública y con gran difusión mediática, sobre la base de una serie de puntos:
Una quita importante en el monto del capital adeudado, a aplicar sólo después de demostrar, durante un año, que se ha cumplido el compromiso de pago, pero prepactada y que se dispare automáticamente.
Una rebaja sustancial de los intereses, devengados y futuros, desde el inicio.
La aplicación a la cancelación de la deuda de un porcentaje sobre las importaciones de productos argentinos al país en el que esos acreedores se encuentren domiciliados, y la autorización a los gobiernos para retener los fondos resultantes; en este caso, habría que estudiar en profundidad la eventual violación de los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) por parte de la Argentina.
Control de los precios y de los porcentajes imputados al pago a cargo de las autoridades de los países importadores.
La primera objeción que recibirá esta propuesta será, naturalmente, que las exportaciones las realizan particulares; éstos no tienen por qué soportar el peso del pago de la deuda externa y que el Estado no puede tener ingerencia en el tráfico comercial privado.
A ello se responde fácilmente, pues sólo se imputará al pago de la deuda un porcentaje menor o similar al que se percibe hoy como retención o como impuestos internos.
Es decir, el exportador no vería afectado en nada el resultado económico de su negocio comercial y, en la medida en que el mismo Estado no haría más que atribuir a un fin concreto, pero distinto, a los montos que hoy percibe, tampoco se estaría inmiscuyendo en ese tráfico.
¿Cómo recaudaría el Estado esos fondos, que le resultan absolutamente indispensables para subsistir? Muy sencillo: del incremento en la recaudación interna que se daría a partir de una mayor actividad económica.
Por supuesto, ello implicará, necesariamente, la existencia de un período de transición, entre la situación actual y el futuro escenario de mayor producción y consumo.
Estoy firmemente convencido que esa transición sería bancada, con gran alegría, por los organismos multilaterales de crédito, por la seriedad de la propuesta y porque ésta permitiría a Argentina salir de la situación de default en que se encuentra, ya que ese principio fue el que dio origen a los pactos de Breton Woods que crearon al FMI.
¿Qué ventajas concretas implicaría para el País la adopción de esta posibilidad?
El acuerdo con los acreedores significa, como ya se ha señalado, salir del default y reinsertarse en el mundo.
En la medida en que la propuesta sería divulgada en los países en que nuestros acreedores se encuentran domiciliados, éstos exigirán a sus autoridades levantar las distintas barreras, arancelarias y paraarancelarias que hoy nos afectan, puesto que tendrían mucho interés en cobrar lo antes posible sus acreencias.
El incremento en las exportaciones producirá, ahora sí, un rápido relanzamiento de nuestra economía, generando puestos de trabajo y regenerando el consumo y el ahorro interno.
Dado que los acreedores externos serán los destinatarios de los porcentajes de exportaciones aplicados al pago de la deuda, los países receptores de nuestros productos se verán obligados a controlar eficazmente el tráfico comercial desde Argentina, especialmente en materia de precios, y ello evitará procederes tales como la subfacturación de exportaciones, a la cual somos tan afectos, sobre todo en época de retenciones, y cuando exportador e importador son, en realidad, la misma persona jurídica.
¿De dónde obtendrían los productores argentinos el crédito necesario, por lo menos durante la transición, para financiar su actividad? De los propios bancos públicos de los países involucrados en esta propuesta, cuando éstos existan, ya que los respectivos gobiernos soportarán la presión de los acreedores privados locales para que la propuesta resulte viable, y las garantías estarían dadas por los importadores, interesados en desarrollar sus propios negocios, a través de los contratos de compra; y todo ello además de los fondos de fideicomiso que ya se están formando con ese propósito.
Resulta casi obvio decir que todo el proceso requiere de una total seguridad jurídica pero, durante el período de adaptación y hasta lograr confianza internacional, Argentina puede continuar prorrogando la jurisdicción y establecer que todos los contratos serán sometidos a los tribunales internacionales del caso.

Jueces de Paz, Fiscales y Comisarios

Los jueces ‘de Paz’ son aquellos que juzgan y resuelven pleitos de menor cuantía, normalmente entre vecinos de un mismo pueblo, localidad o barrio.
Propongo analizar que tanto éstos, cuanto los fiscales y los comisarios deban ser electos, por períodos relativamente cortos, por el voto directo de los habitantes de cada jurisdicción, y que los candidatos deban residir, obligatoriamente, en ella.
Una vez más, no estoy inventando nada, ya que este sistema funciona, razonablemente bien, en los Estados Unidos.
El conocimiento de los funcionarios, de sus familias y, sobre todo, de sus patrimonios anteriores a la designación, por parte de los vecinos, garantiza la confiabilidad en las decisiones y en los procedimientos, y la transparencia de la gestión. Y el vencimiento de los mandatos y la necesidad de una nueva elección permitirá un ejercicio de control directo por parte de los sometidos a su autoridad, que podrán expresar así su acuerdo o su disconformidad con la continuidad en los cargos.

Las corporaciones políticas y las ‘listas sábana’

No voy a extenderme sobre este punto, pese a la esencial importancia que reviste para que un cambio profundo impida la continuidad de la decadencia argentina, por lo mucho que se ha escrito ya sobre el particular.
Simplemente, dejar establecido que, pese a los riesgos que la adopción de un sistema uninominal implica para la supervivencia de los partidos minoritarios y para la ‘banalización´ de la función legislativa –los legisladores así elegidos tienden a privilegiar los temas locales sobre los nacionales y externos- creo que, hasta que ese cambio profundo se produzca, es un precio que merece ser pagado.
Y creo que la obligatoriedad del voto y la supresión de las listas sábana deben extenderse a las asociaciones gremiales, para permitir una verdadera transparencia en su conducción.

Los sueldos públicos y la corrupción

Nadie ignora que los sueldos que la Argentina no guardan ninguna relación con la realidad, sea porque resultan absolutamente insuficientes para pagar la dedicación de los funcionarios probos, sea porque obligan y permiten la corrupción a través de sobresueldos ‘en negro’ o, simplemente, de la aceptación de dádivas y cohechos.
Si pensamos que el País debe ser conducido con la eficiencia de las mejores empresas, ya que la administración del mismo debe ser eficaz en el mejoramiento de la calidad de vida de su población, recordemos que el Estado es, precisamente, la mayor ‘empresa’ del País.
Paguemos, entonces, salarios reales y justos a sus funcionarios, mientras les exigimos el debido cumplimiento de sus deberes y de sus obligaciones, leídos éstos no solamente como no hacer nada incorrecto sino, en especial, hacer aquello que sí lo es.
Todos hablamos de la ‘máquina de impedir’ en que se ha transformado la burocracia estatal, sea ésta nacional, provincial o municipal. Y esa transformación de debe tanto a la posibilidad de mejorar los ingresos de los funcionarios que cobran ‘peaje’ para hacer lo que debieran, cuanto a la inseguridad que provoca en los funcionarios decentes la posibilidad de ser castigados –sometidos a sumarios- por ‘hacer’ lo que corresponde. Es mucho más fácil y sencillo, en la administración pública, no decidir que hacerlo.
En general, entonces, conviene recordar una vieja frase que se ajusta a cuanto digo: “Si se paga a los empleados como a monos, se obtienen monos como empleados” . En cambio, si pagáramos buenos salarios a nuestros administradores, no solamente obtendríamos una verdadera competencia entre los mejores que estuvieran dispuestos a servir –pero no a morirse de hambre o pasar privaciones a cambio de ese servicio- sino que alejaríamos de ellos la tentación de la corrupción.
Si al mejoramiento en los sueldos agregamos la obligatoriedad del ‘juicio de residencia’ a los escalones más altos de la Administración pública, lograremos –o, al menos, lo habremos intentado- que estos ejerzan sobre sus subordinados un efectivo control, impidiendo el cobro de ‘peajes’ para el cumplimiento de las obligaciones que sus cargos les imponen.
Y la aplicación rigurosa y permanente de la ley por una Justicia verdaderamente independiente permitirá revertir los defectos de la burocracia, uno de los muchos factores que han llevado a la Argentina a su actual situación.

Los subsidios y los planes

Nuestra dirigencia política ha utilizado los recursos del Estado, fuera éste nacional o provincial, para el montaje de un perverso sistema clientelista, que degrada aún más a quienes, en teoría, favorece.
Nadie pone en duda la necesidad de encontrar un mecanismo que sirva de red de protección a los desamparados, a los sin trabajo, a las familias indigentes, pero el modo en que fue orquestado en la Argentina fue, sin dudas, el peor posible.
Nos será muy difícil lograr desmontar esta maquinaria, pero un importante paso adelante sería que existiera una contraprestación concreta a la entrega de tales dádivas a los más necesitados.
Pongámonos a pensar ya cómo actuar para corregir los ¿errores? cometidos y, por la vía del trabajo y la formación obligatorios, recuperemos para los desocupados la dignidad.
Un excelente paso para un mejor control de esas prestaciones fue dado cuando se instrumentó su cobro a través de las tarjetas magnéticas en Rosario y Florencio Varela pero, hasta que el sistema se universalice, será imposible conseguir que cada peso destinado al tema llegue efectivamente a su beneficiario, y no termine en los bolsillos de caudillos piqueteros o punteros políticos. Y no se ha avanzado más hasta ahora.

Conclusión transitoria

Estos temas que, reitero, no son más que títulos propuestos para una discusión profunda, no agotan los problemas que la Argentina padece y que será necesario corregir si queremos reinsertarnos en el mundo y lograr una sociedad más justa.

Buenos Aires, 22 de agosto de 1994.-


Publicada, originalmente, en "Mensajes" N° 3 y N° 5, Buenos Aires, 1994