¡Basta!
“E imaginad, gentil señor, que en medio de aquel
desarrollo floreciente, en medio de nuestro
venturoso bienestar, tan ponderado por Nuestro
Monarca, de repente estalla una sublevación.
¡De la noche a la mañana!”
Ryszard Kapuściński
Ryszard Kapuściński
El mundo asiste, asombrado, a la monumental crisis que está afectando a los países islámicos y que, mientras escribo esta nota, parece haber arrasado ya con el tercer régimen dictatorial en el norte de África.
Las razones para que ello ocurra son innumerables –crecimiento notable en el PBI de esos países durante las dos últimas décadas con elevados porcentajes de la población sumergida en la pobreza y en la miseria, marcado incremento de estudiantes universitarios y falta de inserción laboral de los graduados, progresiva difusión de las redes sociales y de Internet, factores externos complicados, concentración del poder y la riqueza en regímenes plutocráticos y hereditarios, galopante corrupción, etc.- y sobre cada una de ellas se podría escribir un tratado.
Sin embargo, tratándose de países en los cuales el islamismo ha sido tan condicionante para la cultura y las costumbres de sus pueblos, lo más notable de este proceso –como lo fue el de Paris, en mayo del ’68- es la notable participación de los jóvenes y, sobre todo, de las mujeres en las insurrecciones populares que, día a día, llenan las plazas y calles de las ciudades más importantes del mundo árabe. Y el coraje con el que ponen en juego sus propias vidas frente a una represión que, al menos en el caso de Libia y Bahrein, no reconoce límites.
La enumeración que he hecho en el segundo párrafo, curiosamente, podría aplicarse, casi sin alteración alguna, a la realidad argentina; las únicas diferencias podrían ser el corto –en comparación- período de gobierno de la dinastía Kirchner, y el favorable marco internacional en que se desenvuelve la economía local aunque, en este caso, nuestros ínclitos funcionarios (el hijo de Jacobo, Moreno, Boudou, de Vido, por ejemplo) parecen decididos a estropearlo.
Los jóvenes islámicos se han dado cuenta, finalmente y luego de larguísimas dictaduras, que el futuro puede ser distinto, pero que depende del compromiso real –físico- que ellos mismos asuman para el cambio. Han tomado conciencia del enorme perjuicio que esas dinastías –familiares o militares- han causado a su pasado y a su presente y, poniéndose de pie y saliendo a la calle, han aprendido a decir ¡basta!
La televisión, Internet, las redes sociales y hasta los turistas los han obligado a mirarse y a mirar a sus países, en muchos casos sentados sobre enormes lagos de petróleo que pertenecen a los miembros del círculo áulico del poder y, al hacerlo, han comprendido de cuánto se los ha privado, cuánta vida han perdido, y han decidido tomar las riendas. El futuro, más o menos inmediato, dirá qué harán con ellas: ¿serán democracias o serán teocracias?, ¿elegirán convivir en paz o persistirán en la belicosidad?, ¿conseguirán dominar a sus sectores extremistas o serán víctimas de ellos?
Pero la traspolación de ese fenómeno a la Argentina, que sufre casi idénticos problemas (concentrados, también aquí, en la falta de República), me ha llevado a pensar en la diferente forma en que, al menos por ahora, se los encara.
El sistema de comunicación social tampoco difiere demasiado. Ayer nomás, doña Cristina se refirió a su gobierno y al de su marido como una época en que fue privilegiado el diálogo, la transparencia y el consenso. Lo notable fue que habló aquí mismo, donde nadie duda ya del modo de construcción de poder que el kirchnerismo ha empleado, durante ocho años, a fuerza de confrontar, agraviar y dividir, de intentar acallar a la prensa, de usar a los servicios de informaciones para perseguir a opositores, de falsear estadísticas, de eludir controles, etc., etc..
El “modelo” kirchnerista, defendido a capa y espada por quienes han lucrado enormemente con él, adolece de tan graves defectos como los que uniforman a los regímenes que el viento de la Historia está derrumbando uno tras otro.
Las fuentes de riqueza son distintas, pero se saquea y esquilma a la población para que algunos vivillos, muchos de ellos ex jóvenes idealistas socios del poder, se enriquezcan impúdica e impunemente en una verdadera cleptocracia. Tanto en el mundo islámico cuanto en la Argentina, esa riqueza se ha concentrado de modo tal que, después de ocho años de crecimiento a tasas chinas, el cuarenta por ciento de nuestra población malvive por debajo de la línea de pobreza, y muchos chiquitos mueren de desnutrición y de enfermedades ya inexistentes en países normales.
Los argentinos en general, y los jóvenes en particular, ¿seguirán soportando sine die carecer de educación y de salud para que doña Cristina pueda conservar los fondos de Santa Cruz entre sus innumerables propiedades? ¿Tolerarán no poder comprar comida o remedios para pagar obras faraónicas que se facturan en varias veces su costo? ¿Seguirán permitiendo que los maten con remedios “truchos”? ¿Protestarán alguna vez porque los impuestos que gravan sus alimentos básicos se convierten en aviones, yates, automóviles, departamentos, casas, campos y joyas de funcionarios?
¿Seguirán mirando hacia otro lado mientras el país es asolado por la droga y el crimen? ¿Continuarán viajando como ganado, y muriendo así, para que se roben los subsidios? ¿Seguirán pasando privaciones para que los más pudientes puedan desperdiciar la luz y el gas o viajar en aviones de “su compañía”? ¿Seguirán muriendo en rutas, trenes y colectivos para que los empresarios del transporte y sus socios sindicalistas puedan continuar robando? ¿Cuánto más permitirán que, a contramano del mundo, se deteriore la educación en nuestro país? ¿Esperarán, con ciega resignación y vocación suicida, que la Argentina se transforme en México o en Libia?
¿Recordarán la reflexión de Kennedy, cuando dijo “la gente que, en América Latina, hace imposible la revolución pacífica será la que hará inevitable la revolución violenta”?
Los interrogantes son muchos, y formular las mismas preguntas tantas veces puede sonar a cansadora letanía, pero la respuesta es la misma, en los países islámicos y en la Argentina. En algún momento, los pueblos reaccionan, a veces con furia, y desalojan del poder a quienes los oprimen y lucran con su sufrimiento y sus privaciones; en algún momento, allí y aquí, dicen y dirán ¡Basta!. El propio Perón nos lo recordó con su frase: “con los dirigentes a la cabeza, o con la cabeza de los dirigentes”.
Faltan hoy escasos ocho meses para las elecciones presidenciales y tal vez, sólo tal vez, ese sea el momento en que los argentinos manifestarán su hartazgo. Pero, para tener éxito, deben comenzar mucho antes. Sobre todo, prepararse para luchar contra un eventual fraude que, una vez más, use el disfraz de la democracia para utilizarla en beneficio propio.
El tristísimo espectáculo que continúa ofreciendo todo el arco opositor, en el que –salvo contadas excepciones- se barajan sólo nombres y no ideas o proyectos, no parece brindar demasiadas esperanzas. Entonces, la reacción frente a la iniquidad actual debe ser la permanente exigencia a los políticos para que exhiban sus propuestas, para que las debatan en público, para que se comprometan con el futuro y dejen de jugar con nuestras vidas.
Todos tenemos que recordar que tenemos una sola, al menos en la Tierra, y que no podemos ni debemos permitir que sea sacrificada en el altar de unos miserables que sólo pretender perpetuarse en el poder para continuar medrando, sin condena y sin castigo.
Fuimos un país que importaba en el concierto mundial. Debemos volver a serlo. Debemos lustrar los laureles que nuestros ancestros supieron conseguir –y que sólo debíamos administrar con eficiencia y honestidad- para dejarlos a nuestros hijos y a nuestros nietos.
Digamos, simplemente, ¡BASTA! El futuro lo merece y lo necesita.
Bs.As., 23 Feb 11
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