Yo … argentino![i]
por Enrique Guillermo Avogadro (Nota N° 800)
“No podemos echarle la culpa a ningún imperio ni a una invasión marciana;
la derrota más amarga la construimos nosotros, ladrillo a ladrillo”.
Jorge Fernández Díaz
Todas las estudios sociopolíticos y encuestas que se
están haciendo ante las próximas elecciones dan cuenta de dos elementos preocupantes
para el futuro de la República: el desgano cívico y el terror al contagio de los
mayores, y la alienación de la juventud frente a los políticos tradicionales; se
suman a una realidad que palpamos, con una injustificable ajenidad, desde hace
muchas décadas. La pandemia, el miedo inducido y la “cuareterna” impuesta por
el Gobierno a los ciudadanos de a pie han tenido, claramente, una enorme
influencia en ese estado de ánimo generalizado, pero es hora de que nos
pongamos, como sociedad, a trabajar para escapar de este remolino que nos
arrastra, ya no al fondo del mar continental, sino al mismo talud oceánico, del
que nadie ha regresado nunca.
Quienes, integrando las clases medias y altas, nacimos cuando
comenzó esa decadencia que tanto llama la atención del mundo somos, obviamente,
los responsables absolutos de este estado de cosas que, de tan insoportable,
empuja a nuestros hijos y nietos a la emigración, cuando tienen esa
posibilidad, o a la marginación y la droga, si carecen de ella. Esa innegable
culpa surge de la abdicación casi unánime del rol que nos correspondía en razón
de nuestra mejor posición económica y cultural, y de las consecuentes obligaciones
de dirigir a la sociedad; en lugar de asumirlas, abandonamos la política a
manos de los peores exponentes del más abyecto populismo de todos los colores,
y así sacrificamos el futuro.
De las generaciones que nos antecedieron recibimos
principios morales férreos (honor, coraje, mérito, trabajo, respeto de la
palabra), que hemos sido incapaces de transmitir a las que nos suceden, y hemos
permitido que el éxito dejara de medirse en logros académicos y profesionales
para hacerlo sólo en dinero, sin importar de dónde éste provenga. Y así nos va.
Nuestros empresarios comenzaron, hace años, a actuar traficando favores con los
funcionarios del Estado omnipresente, al cual reclamaron una protección
aduanera que obligó a nuestros compatriotas a comprar caro y malo, porque
dejaron de tener relevancia el precio y la calidad ante la falta de
competencia; y en ese precio, siempre se incluye el costo de la corrupción,
indispensable para triunfar en estas pampas.
Como erradamente creímos que no nos afectaba en forma
directa, toleramos que los políticos privatizaran mal y re-estatizaran peor las
empresas públicas, y las convirtieran en feudos carísimos e ineficientes, colonizados
por el gobierno de turno, usados para robar y rentar militantes. Y cuando el
saqueo alcanzó alturas nunca vistas, miramos para otro lado y fuimos cómplices,
a conciencia, de quienes nos desvalijaron y volvimos a votarlos. Ni siquiera
ejercimos el rechazo y la repulsa social contra los responsables de tantos
delitos, que se pasean tranquilamente entre nosotros y son recibidos con
alegría en todos los eventos.
Cuando la educación pública comenzó a deteriorarse, quedó
en manos de sindicatos politizados y se comenzó a adoctrinar a los estudiantes,
nos limitamos a enviar a nuestros hijos a colegios y universidades privadas.
Cuando vimos que empezaban a derrumbarse los edificios y toda la
infraestructura hospitalaria común, recurrimos a los sistemas de medicina
prepaga. Dejamos pasar, sin que nos conmoviera demasiado, el asesinato de un
fiscal, y la liberación masiva de corruptos y criminales que volvieron a
delinquir inmediatamente y, cuando la inseguridad llegó a nuestras puertas, nos
mudamos a barrios cerrados, donde ejércitos privados nos custodian. Cuando
faltaron las vacunas por la ideologización y corrupción del proceso de
adquisición, viajamos a Miami para inmunizarnos. Y qué decir de nuestra
pasividad cuando el Gobierno nos encerró y quebró nuestras empresas, mientras hacía
fiestas clandestinas a contramano de sus propios decretos; o frente a la muerte
de 111.000 familiares y amigos, a los que no pudimos siquiera despedir y,
cuando los recordamos con piedras, éstas fueron desaparecidas por el Gobierno
para ocultar su oprobio.
En las relaciones internacionales donde, amén de
aislarnos prohibiendo los vuelos y hasta dejando varados a connacionales en el
mundo, permitimos sin poner el grito en el cielo que se nos aliara con los
peores regímenes del planeta –Cuba, Venezuela, Irán, Rusia, China y Nicaragua- en
materia de libertades y derechos humanos, y sin que se elevara una voz de
protesta ante la destrucción del único cuerpo verdaderamente profesional del
Estado, la Cancillería, que fue totalmente copada por militantes kirchneristas
y puesta al servicio de una ideología que nos es extraña.
Toleramos como borregos la confiscatoria presión
impositiva y la aplicación de leyes laborales que conspiran eficientemente
contra la creación de empleo y la concreción de inversiones productivas, y
observamos, pretendidamente con asombro, la huida de nuestras mayores empresas
tecnológicas ante la inviabilidad de trabajar en el país, espantadas por gremios
de obreros pobres con cabecillas multimillonarios.
Por todo ello, y en tren de redimirnos, es imperioso que
dejemos atrás nuestro pavor y nuestra indiferencia, que hagamos docencia entre
nuestros amigos y que vayamos a votar y fiscalizar para evitar que, además de
la catástrofe descripta, asesinen a la República robando nuestros votos; la
creciente masa de dependientes de la magnanimidad del Estado será arreada y nosotros,
los exprimidos para permitir esas nefastas políticas debemos contrarrestar con
nuestra presencia esas manipulaciones bastardas.
[i] Cuando Pedro Orgambide escribió, en 1968, el ensayo cuyo título utilizo para esta nota, no podía imaginar lo bien que describiría nuestra prescindencia cobarde e hipócrita.