Una respetuosa sugerencia a la Unión Industrial Argentina
Como saben, quedé estupefacto al oír y ver, por televisión, el breve discurso que pronunció nuestra Presidente en el almuerzo que ofreció el lunes pasado en honor del Presidente Luiz Inácio Lula da Silva y de su comitiva empresarial, en el Palacio San Martín.
Eso hizo que, en mi último comentario, dejara a un lado las palabras que el señor Juan Carlos Lascurain, Presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA), con las que respondió a Paulo Skaf, su homólogo en la poderosa Federação das Indústrias do Estado de São Paulo (FIESP). En su alocución, el empresario local reclamó a Brasil una mayor paridad en la balanza comercial bilateral, cuyo saldo es fuertemente negativo para Argentina desde hace mucho tiempo.
Aquí cabe hacer una comparación entre los distintos escenarios en los que se desenvuelve la actividad industrial en Brasil y en nuestro país. Para ello, deberemos pensar en tarifas eléctricas y de combustibles, niveles de salarios, tasas de interés, acceso a financiación, tipos de cambio y, sobre todo, mercados.
Entonces, podremos ver que los empresarios brasileños pagan por su energía eléctrica y por sus combustibles precios muy superiores –más del triple, en algunos casos-, que hoy los salarios son comparables –pese a la fuerte suba de los argentinos por la depreciación del dólar, producto de la inflación interna-, que las tasas de interés locales son fuertemente negativas frente a la inflación real mientras que las brasileñas tienen un signo marcadamente positivo, que a éstos les resulta más fácil acceder a financiación nacional –especialmente, cuando exportan o crecen-, que el tipo de cambio (R$ 1,60) convierte a Brasil hoy en un país cuyas exportaciones son más caras que las argentinas ($ 3.05) y que los mercados internos resultan incomparables.
Digo esto último porque Brasil tiene una población de 180 millones de habitantes, mientras que la de Argentina puede estimarse en unos 40 millones.
Si bien ese mercado interno brasileño se está modificando, en cuanto al poder adquisitivo de su población, muy rápidamente -20 millones de personas pasaron de la pobreza a la clase media en los últimos tiempos y, con ello, incrementaron el ya enorme mercado consumidor- ese solo elemento no bastaría para explicar el fantástico crecimiento de la industria brasileña, que hoy exporta sus aviones de pasajeros a casi todos los países del mundo y ha desarrollado una tecnología nuclear propia, más barata y menos riesgosa. Sin embargo, ese será tema de otro artículo.
Volvamos, entonces, a la realidad de la industria argentina y lleguemos al consejo prometido a la UIA.
Nuestro país tiene un mercado interno muy reducido, tanto por el escaso crecimiento vegetativo de su población –Brasil la duplicó en 50 años- cuanto por la marginación de un porcentaje muy alto de la misma por la pobreza y la indigencia, ambas crecientes pese a las estadísticas del Indec.
Además, la falta de seguridad jurídica y, sobre todo, cambiaria, retrae a los industriales a la hora de hacer inversiones en sus industrias (recordemos la famosa frase que dice que, en Argentina, uno se entera si es rico o pobre por los titulares de los matutinos). Esa falta de inversión productiva, al prácticamente congelar la oferta de bienes frente a una demanda incentivada por el Gobierno, es lo que genera la inflación.
Todo eso es verdad y, como tal, debemos reconocerlo ante los empresarios.
Pero también es verdad que éstos no han conseguido –salvo contadísimas excepciones- lograr que sus productos tuvieran, en el mundo, características de singularidad que los hicieran apetecibles en los mercados consumidores externos.
Es cierto que los vinos argentinos, o algunas cajas de cambio para automóviles de carrera, por ejemplo, han logrado superar esa situación, pero el inmenso universo de la industria local puede ser descripta como ‘común’.
Y aquí llega el consejo.
Me permito sugerir a la UIA, con el mayor respeto, que deje de intentar compararse con los países del sudeste de Asia, con China o, inclusive, con Brasil, y pase a hacerlo con Italia, con Francia, con Inglaterra, etc.
¿Qué quiero decir con esto? Muy sencillo: Argentina no tiene mercado interno de suficiente envergadura como para sostener y sustentar una industria que produce bienes ‘comunes’, ni podrá competir nunca con las fábricas textiles de otras geografías –algunas de ellas con salarios fabriles de hambre- ni con las fábricas de zapatos y zapatillas que producen para cientos de millones de personas, como China o Brasil.
Entonces, ¿para qué intentar, como se ha hecho, inveteradamente, desde hace más de 60 años, sustentar esas industrias locales con subsidios y medidas proteccionistas?
Lo que Argentina –en realidad, sus empresarios- debe hacer es comenzar a fabricar productos de calidad, de excepcional calidad, sin importar el precio.
Italia e Inglaterra carecen de grandes rebaños bovinos o caprinos y, sin embargo, son países reconocidos mundialmente por la calidad de sus productos de cuero, especialmente zapatos.
Si vamos a continuar subsidiando a la industria nacional, hagámoslo para que ésta se reconvierta en una capaz de competir, de igual a igual, en los mercados de gran lujo y, por ello, reducidos. Si los cueros argentinos –entre otros- son los que llegan a los países mencionados para ser allí curtidos y trabajados, ¿por qué no hacerlo aquí? ¿Es que no somos capaces?
Lo mismo ocurre con la industria de la moda. A pesar de nuestros sucesivos des-gobiernos, Buenos Aires sigue siendo un modelo a imitar dentro de Latinoamérica. Su industria de diseño y la calidad de –algunos- de sus tejidos son reconocidos mundialmente y, sin embargo, no jugamos en uno de los mercados más interesantes por la relación costo-beneficio.
Francamente, y con muchos años a mis espaldas, no recuerdo que los fabricantes de zapatos italianos o ingleses, o los diseñadores de moda italianos o franceses, reclamen a sus gobiernos subsidios o restricciones a la importación. Cuando Ferragamo o Bally o Churches venden sus zapatos a más de € 500, no están tratando de inundar mercados con sus productos, sino llegar con ellos a la gente que está dispuesta a pagar sumas muy importantes por usarlos.
Todos sabemos que los comunes relojes ‘de goma’ valen menos de $ 100 en Argentina y, en general, son más precisos que los de las grandes marcas. Sin embargo, el mundo entero está lleno de personas con gustos tales como para llevarlos a invertir enormes sumas por usar relojes ‘de marca’. Por ahora, no pretendo sugerir que Argentina fabrique relojes, pero he usado ese ejemplo por lo claro de la situación que describe.
Por lo demás, tengo la más absoluta seguridad de que, si la UIA sigue mi respetuoso consejo, pronto los argentinos viviremos mucho mejor.
Y digo esto porque, en nombre de los trabajadores de la industria textil local (¿cuántos son, realmente?) que, por lo demás, conservarían su trabajo en las nuevas fábricas de excelencia, no debe impedirse a los pobres y los indigentes el derecho a comprar camisetas chinas a $ 5 o zapatillas brasileñas a $ 10.
En una palabra: no se trata de cerrar industrias o de discutir la distribución mundial del trabajo, sino de cambiar el perfil de nuestros productos.
Y eso tiene tanto que ver con fabricar artículos de lujo y sofisticación para vender a los consumidores ricos, cuyo número crece día a día, cuanto con recuperar los mercados para nuestras carnes excepcionales. En el famoso Mercado de Smithfield, en Londres, Argentina tuvo stands propios, que descargaban nuestras carnes desde los muelles propios que Argentina tenía en el puerto de la ciudad; hoy, la diferenciación es, tristemente, diferente: rear scot, new zeland y, por último, carne en general, dentro de la cual se ubica la nuestra.
Ese es mi respetuoso consejo. Espero que encuentre oídos fértiles, tanto en la industria cuanto en el Gobierno, ya que el apoyo a esta transformación debería convertirse en una verdadera política de estado.
Buenos Aires, 7 Ago 08
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