viernes, 9 de octubre de 2009

Abandonar la apatía o suicidarnos

Abandonar la Apatía o Suicidarnos

En los últimos días, pero por una misma razón final, concurrí a dos actos ciudadanos.

El primero, el lunes 5, en la Plaza San Martín, convocado en nombre de las víctimas del terrorismo, hoy absolutamente olvidadas por la sesgada visión oficial de la historia, para hablar de paz y concordia entre los argentinos.

El segundo, el martes 6, en la Plaza de los Dos Congresos, para expresar el repudio ciudadano al proyecto de Ley de Medios que tratará –y sancionará- mañana la Cámara de Senadores, gracias al “banelquizado” apoyo de legisladores opositores y de oficialistas “parcialmente disidentes”. Es curioso, por lo obsceno, que hoy se esté agitando judicialmente el tema de la Banelco de De la Rúa, cuando el Gobierno no ha dejado de utilizar el mismo instrumento hasta para obtener la aprobación legislativa del adelantamiento de las elecciones nacionales.

En ambas reuniones, me llamó la atención, me chocó y me dolió la falta de una concurrencia masiva. En especial, en la última, toda vez que la discusión se centra en un punto crucial para el futuro de la República, cual es la libertad de expresión.

Fui uno más de los muchos que se ocuparon de difundir las convocatorias, y la enorme cantidad de agradecidas y, en algunos casos, conmovedoras respuestas que recibí a los mails, me llevó a pensar que toda la ciudad de Buenos Aires estará allí, con las bocas tapadas por las mordazas chavistas. Sin embargo, no fue así y, pese a la euforia de los asistentes, su número fue por demás escaso. Por los diarios de ayer, supe que tampoco se produjeron actos similares, al menos con cierta repercusión, en las ciudades de nuestro interior.

Antes de hacer el esfuerzo de entender a qué se deber tamaña apatía, debo formular una declaración: estoy convencido de la necesidad de una nueva Ley de Medios, que regule la actividad de los mismos –se trate de revistas, periódicos, canales de televisión abierta y por cable- para adecuarla al desarrollo tecnológico que se ha producido desde la última modificación de la ley vigente y al que vendrá en el futuro inmediato, y a la enorme experiencia recogida en otras latitudes en materia de regulación de la libre competencia.

Pero estoy absolutamente en contra del proyecto que el oficialismo, bajo el mando del sátrapa de Olivos, sancionará, “sin cambiar una coma”, esta semana.

No voy a explayarme sobre los muchos puntos en los que disiento con el texto aprobado, a los empujones, por la Cámara de Diputados, ni sobre los muchos errores técnicos y legales que contiene, pero sí haré hincapié en uno de aquéllos, es decir, al artículo que impone el plazo de un año para que los grupos poseedores de medios que resultarán afectados por las nuevas limitaciones, vendan aquellos que las excedan.

Resultaría en extremo gracioso, si no fuera tan falso, el argumento que utilizan los portavoces y voceros del Gobierno cuando repiten, como muletilla defensora de esa estipulación, que fue el mismo plazo que otorgaron las autoridades estadounidenses reguladoras de la competencia a Microsoft, para que ésta se desprendiera de algunas unidades de negocios de la compañía. El argumento, obviamente, tiende a minimizar la importancia del tema, al comparar a los grupos Clarín, Uno o Cadena 3 a la gigante mundial del software.

Los falsarios que lo utilizan parecen ignorar, o pretenden que nosotros lo hagamos, que el mercado al cual Microsoft ofertó las partes del negocio de las que debió desprenderse es inmenso, tan grande como el mundo mismo, y que su actividad se desarrolla en un marco de absoluta seguridad jurídica.

En cambio, las empresas de medios que, en la Argentina, deberán vender algunos de ellos en ese plazo –casualmente, durante el mandato de doña Cristina- lo harán en un ambiente inexistente de negocios, del cual huyen, a todo galope y a razón de US$ 2.000 millones por mes, las inversiones y los ahorros.

En resumen, sólo aparecerán, como compradores, aquéllos vinculados a los Kirchner y a la obra pública y el juego, sectores en los cuales se desempeñan como testaferros de don Néstor y a los cuales, otra casualidad, no se les impedirá acceder a este mercado, pese al repetido reclamo en tal sentido formulado por todo el arco opositor.

A tal punto es así que muchísimas voces, cercanas al poder, susurran que, si ese artículo fuera modificado y, consecuemente, el plazo impuesto fuera más allá del período presidencial de doña Cristina, el Gobierno perdería todo interés en la sanción del proyecto.

Puedo compartir el argumento, también utilizado por quienes lo apoyan, que dice que una ley no puede ser vista para un mandato presidencial concreto, sino que debe imaginárselo para el futuro pero, dados los antecedentes de nuestra telúrica parejita a su paso por Santa Cruz, es seguro que esta norma se convertirá en un formidable instrumento para enmudecer las voces opositoras y para concentrar, aún más, el poder en sus manos.

Pero volvamos al tema de la apatía, cuyo abandono es una de las únicas opciones que ofrece esta nota en su título.

Pese a la gravedad de la hora, la ciudadanía no reacciona. No golpea cacerolas, no aúlla su disconformidad, no concurre a actos, no ocupa la calle, no se expresa, salvo a través de los restringidos cenáculos de Internet.

¿Cómo explicar esa actitud? ¿Cómo puede entenderse la misma ante el salvaje recorte a nuestra libertad que nos será impuesto por esta norma? ¿De qué material está hecha la sociedad argentina?

Con enorme tristeza, vuelve a mi memoria una frase de Leopoldo Lugones, en su artículo “El Sable”, escrito en ocasión del regreso de la reliquia sanmartiniana a la argentina: “Temple moral debía tener aquel pueblo, cuando fue capaz de producir [la batalla de] Caseros”. Es obvio que ya no lo tenemos, que lo hemos perdido en algún lugar del pasado, junto con aquellos “laureles que supimos conseguir” y que no fueron eternos.

Hace unos días, el Tte. Cnel. Nani, héroe de Malvinas y de la Tablada, escribió una emotiva nota a la que tituló, significativamente, “Me cansé”. Se refería al agotamiento moral que lo afecta, después de toda una vida dedicada a servirla, cuando ve a la Patria tratada como una mercadería en liquidación, como algo que se disputan las hienas que, día a día, la saquean y, con ello, nos roban el futuro.

Pese a todo, disiento con él. Creo que esta guerra hay que seguir peleándola; creo que no debemos entregarnos, que no debemos bajar los brazos, que nos debemos –y debemos a nuestros descendientes- recuperar la República, para volver a educar a nuestro pueblo, para sacarlo de la pobreza y, todos juntos, construir ese destino de éxito al cual, ciertamente, no estamos condenados.

La alternativa, mal que nos pese, es el suicidio como país. ¿Hasta cuándo el mundo globalizado aceptará que este inmenso y fértil territorio, incluyendo sus recursos naturales, esté en manos de tamaños imbéciles, casi descerebrados?

Pienso que la respuesta puede buscarse en Brasil que, hace relativamente poco tiempo, reaccionó de manera frontal cuando vio amenazada su soberanía sobre la Amazonia por diferentes organismos y ONG’s globales, que exigían la internacionalización de la región para preservar ese “pulmón del mundo”, o que se arma velozmente para defender los recursos naturales de su plataforma continental.

Nuestra sociedad, en cambio, ha visto como sus gobiernos –en especial, éste- roban y saquean, desconocen la República, hipotecan la autoridad y el poder de policía, confunden el patrimonio público con el personal, destruyen a las Fuerzas Armadas, vacían las instituciones, convierten a los organismos de control en meras payasadas a cargo de parientes, actúan con obscena impunidad y denigran a la prensa y a la oposición. Y todo ello, sin reaccionar de modo alguno.

Queda muy poco tiempo: o abandonamos la apatía o nos suicidamos como país.

Bs.As., 8 Oct 09

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