El mamarracho del “tren bala” y las prioridades ferroviarias nacionales
En medio de la crisis autoprovocada por el Gobierno a raíz de su increíble batalla contra el campo, sus derrotas en materia de inflación y de relaciones con el mundo, etc., nuestros co-presidentes se zambullen en el mega-proyecto del ‘tren bala’, un verdadero mamarracho.
Mucho se ha dicho y se ha escrito en estos días acerca del tema y, pese a que puede resultar superfluo o redundante, quiero dejar expresadas algunas ideas al respecto.
Los trenes de alta velocidad en el mundo
Cuando tanto la Presidente cuanto su inefable vocero oficioso, Braga Menéndez, gritan contra quienes se oponen a este disparate, hablan de modernidad, y sostienen que, si bien el sistema ferroviario argentino se encuentra destruido en su mayor parte, o colapsado en la que sobrevive, ello no resulta incompatible con un proyecto que nos pondrá en el primer mundo.
Cuentan con trenes de alta velocidad España, Francia, Alemania y Japón, y para eso existen suficientes razones geográficas, poblacionales y económicas que los justifican. Sin embargo, este medio de transporte de pasajeros no ha sido adoptado ni por Estados Unidos o Brasil, ni por Italia, Gran Bretaña, Suiza, etc.; para no hacerlo también cuentan con fuertes razones.
Piénsese, solamente, que entre San Paulo (18 millones de habitantes) y Rio de Janeiro (8 millones), se usa el transporte de pasajeros por carretera o por avión, mediante un puente aéreo que, a lo largo de cada día de la semana, realiza más de cincuenta vuelos en ambas direcciones. Sin embargo, Brasil, pese a ser hoy la octava o novena economía del mundo, no ha considerado prioritario para su desarrollo un proyecto de este tipo, hace mucho en estudio.
Chile, con una economía menor a la de Argentina, dispone de un presupuesto anual ferroviario del orden de los US$ 1.500 millones, pero tampoco ha creído imprescindible contar con un ‘tren bala’.
¿Qué lleva a pensar, entonces, a nuestra pareja gobernante que debe gastar una cifra inverosímil en la construcción de tal faraónico proyecto? Si entre Rosario, Córdoba y Buenos Aires no hay más de seis vuelos diarios entre idas y vueltas, ¿para qué inventar un sustituto tan caro?
¿Cuántos pasajeros podrá transportar? ¿Cuántos servicios diarios realizará? Entre Madrid-Córdoba-Sevilla y entre Madrid-Tarragona-Barcelona se cruzan AVE’s (Alta Velocidad Española) más de veinte veces por día, y algo similar ocurre con los TGV (los trenes de gran velocidad franceses); ¿existe tal demanda en Argentina?; al menos, ¿se ha estudiado ese tema?
Por lo demás, ¿cuánto deberá costar el pasaje en el ‘tren bala’ como para permitir recuperar lo invertido en él? Si un ticket entre Madrid y Sevilla llega a € 100, ¿cuánto será el precio entre Buenos Aires y Rosario, que se encuentran a una distancia 25% menor? ¿Cuántos argentinos se encuentran en condiciones de pagar por un servicio de lujo?
La única respuesta es que, nuevamente, deberá subsidiarse ese tráfico, con la secuela de corrupción que de ello se deriva.
El costo y su comparación
El proyecto, que se inició con un costo teórico de US$ 1.300 millones ya ha crecido hasta los US$ 4.000 millones y, como dice la gente de la Coalición Cívica, que ha realizado algunos estudios y análisis, seguramente llegará los US$ 10.000 antes de comenzar a funcionar. Como es bien sabido, el ‘tren bala’ será sólo para pasajeros, toda vez que no existe carga alguna que justifique el pago de un flete enorme a cambio de una velocidad innecesaria.
Los montos que baraja la Coalición suenan bastante próximos a la realidad, ya que no han sido considerados, en los presupuestos del Gobierno, detalles tales como que un tren de alta velocidad no puede tener pasos a nivel (sólo entre Mar del Plata y Buenos Aires, por ejemplo, existen más de cien), por lo cual resultará necesario construir puentes y túneles, amén de ‘entubar’ los recorridos dentro de los conglomerados urbanos.
Un comentario aparte merece el proceso licitatorio, que vio alterado su pliego después de la adjudicación, violando la ley de procedimiento administrativo y provocando enormes suspicacias. Sobre todo, al difundirse que el adjudicatario es un consorcio, mayoritariamente integrado por Alstom, la misma empresa que ha confesado, en Europa, haber repartido coimas en Brasil y otros países para construir ferrocarriles y subterráneos.
Entonces, es menester comparar los números de los que disponemos con otros que son públicos y verificables.
Me referiré, específicamente, a Ferrobaires, el servicio ferroviario que presta aún hoy la Provincia de Buenos Aires dentro de su territorio. Los ramales son, desde y hacia Buenos Aires, Mar del Plata-Miramar, Las Armas-Pinamar, 25 de Mayo-Bolivar-Daireaux, Olavaria-Pringles o Lamadrid-Bahía Blanca-Carmen de Patagones, Bragado-Pehuajó, Bragado-Lincoln y Junín-Vedia. Se mueve con locomotoras y coches cuya edad supera los treinta años y, en algunos casos, excede los cincuenta.
Ferrobaires, pese a que ha sido teóricamente re-nacionalizada hace más de un año, nunca recibió subsidio alguno de la Secretaría de Transportes, a cargo de otra espada del matrimonio K, Ricardo Jaime.
Para pagar su combustible, la luz, el gas, el papel y otros insumos normales de una empresa y, sobre todo, para el mantenimiento de su material rodante y de las vías que tiene bajo su responsabilidad (1.200 Km: Buenos Aires-Mar del Plata, 25 Mayo-Bolívar, y Bahía Blanca-Carmen de Patagones, ya que el resto está concesionada a líneas ferroviarias de carga), dispone sólo de sus ingresos por ventas de pasajes.
Esos recursos promedian los $ 22 millones anuales, por supuesto con fuertes variaciones estacionales. Esa suma equivale a US$ 7 por año. Para brindar un buen servicio, resultarían necesarios unos $ 150 millones anuales, es decir, algo parecido a US$ 48 millones; así, podrían mejorarse en mucho los tendidos férreos y renovar, gradualmente, toda su flota rodante. En resumen, el dinero que el Gobierno dice que gastará –como comenté, será muchísimo más- alcanzaría para ¡83 años! de mejoramiento y actualización del ferrocarril de la Provincia de Buenos Aires.
Cuando Frondizi comenzó a desmantelar los ferrocarriles argentinos, el país contaba con 45.000 Km de vías en uso; hoy, sobre todo después de Menem y Cavallo, restan unos 7.000 Km. casi todos destinados, exclusivamente, al transporte de carga.
Han perdido sus emblemáticos servicios ferroviarios de pasajeros las provincias de Salta y Tucumán, de Mendoza, de Misiones y de Rio Negro, pese que éstas dos últimas conservan una frecuencia irregular entre Bahía Blanca y Bariloche y entre Buenos Aires y Posadas, servidas por una sola locomotora cada una.
Los trazados de vías concesionados a empresarios privados de carga, pese a que éstos estaban obligados a mantener los perfiles de velocidad aptos para el transporte de pasajeros, están absolutamente deteriorados (como ocurre, por ejemplo, entre Maipú y Tandil, que hoy no permite viajar a más de 30 Km/h) por la falta de inversiones.
Este es el panorama general del país, y el Gobierno pretende construir un ‘tren bala’ para atender el tramo Buenos Aires-Rosario, que se extendería, con un ‘tren de alta prestación’ (menor velocidad) a Córdoba.
Los servicios suburbanos de pasajeros
Los servicios suburbanos (de cercanías, como los llaman en España) de pasajeros merecen un capítulo aparte.
Es de público y notorio conocimiento el deplorable estado en el que se encuentran la totalidad de ellos, con la única excepción de la línea a Tigre, que aún conserva cierta calidad. Y todo ello pese a los enormes subsidios que, mes a mes, distribuye oscuramente el ya nombrado Jaime, a su solo arbitrio.
En los países que actúan con lógica, estos servicios son de innegable confort y, sobre todo, de gran puntualidad. Y ello se debe a que esas naciones han establecido una prioridad: desalentar la concentración humana en los grandes centros urbanos.
Cuando cuenta con un eficiente servicio público de transporte, sobre todo ferroviario, la gente tiende a vivir fuera de las ciudades, pese a trabajar diariamente en ellas. Así, basta con observar los ejemplos de Nueva York, Madrid, Paris, Londres, Roma, Milán, etc., etc.
Si, por el contrario, esa misma gente debe viajar hacinada, en trenes peligrosos y que no respetan horario alguno, tenderá a vivir cerca de su trabajo, aumentando la densidad de la población y saturando las ciudades, como ocurre en Buenos Aires, Rio de Janeiro y, sobre todo, en San Pablo.,
Piénsese, entonces, cuánto podría hacer el Estado para mejorar la calidad de vida de la población si dotara, con mucho menos dinero que el destinado al ‘tren bala’, a sus grandes centros urbanos –Buenos Aires, Rosario, Córdoba- de un eficiente servicio ferroviario local.
Los trenes de pasajeros deben ser del Estado
Hoy, por lo demás, en Europa, cuyas distancias interurbanas son de menor magnitud que en América, el tren reemplaza, y con enormes ventajas, al transporte aéreo y, aún, al automotor. El tren resulta más cómodo, más seguro, más barato y -sumando al tiempo de vuelo el que demanda el traslado hacia y desde los aeropuertos y el lapso de espera previa en ellos- más rápido que el avión, especialmente cuando los países cuentan con servicio ferroviario de alta velocidad.
No voy a continuar extendiéndome acerca de las ventajas del ferrocarril; prefiero dedicar lo que resta de este artículo a explicar por qué el tren de pasajeros debe ser estatal.
Lo primero que debo asegurar es que el Estado puede prestar un servicio eficiente, como ocurre en Francia o en España, y ello sólo requiere que la compañía que lo administre, pese a ser pública, trabaje y se desempeñe como privada, con todos los desafíos –en cuanto a control y cumplimiento de objetivos- que ello implica.
En Gran Bretaña, donde esos servicios fueron privatizados en el gobierno de Margaret Thatcher, la calidad de los mismos ha caído estrepitosamente; baste para comprobarlo recordar que, en tiempos no tan lejanos, los ingleses podían poner en hora sus relojes utilizando la puntualidad de sus trenes.
La explicación para justificar la postura de la necesidad de que el Estado sea quien opere los ferrocarriles de pasajeros es, además, muy simple.
Cuando cualquier empresario privado crea un negocio –sea cual fuere el sector económico en el que se desenvuelva, incluyendo el transporte ferroviario-, realiza una cuenta (suma y resta) sumamente elemental.
Piensa cuánto debe invertir, cuánto insumirán sus gastos operacionales, cuánto deberá pagar en impuestos, le añadirá la tasa de retorno del capital invertido y, con todo ello, llegará a una suma determinada. A ella le restará, entonces, el precio al que venderá su producto o servicio. Y nada más. Si el resultado de esa ecuación determina que generará ganancias, hará el negocio planeado; en caso contrario, lo descartará.
Volviendo a los trenes de pasajeros, lo primero que se debe poner sobre la mesa es la enorme magnitud de las inversiones que se requieren, tanto en infraestructura –sobre todo, en vías, señales, cambios, etc.- cuanto en material rodante, es decir, locomotoras y coches de pasajeros.
Utilizando la ecuación a la que hice referencia más arriba, si va a ser el pasajero quien, a través de su boleto, pague todas esas inversiones y todos esos gastos, el precio del transporte se convertirá en carísimo o, aún más, alcanzará un nivel imposible de afrontar por el público usuario.
¿Qué ocurre cuando el Estado es el empresario? Nuevamente, muy simple: la ecuación se modifica dramáticamente. En ella, el Estado introduce otros elementos que, como veremos, no pueden –y, tal vez, ni deban- ser tomados en cuenta por el empresario privado.
Esos elementos son los llamados ‘externalidades’. Y son tan conocidos en el mundo que las propias Naciones Unidas han adoptado un sistema para medirlas y cuantificarlas.
Se designa de ese modo a los beneficios que un servicio aporta a una comunidad en forma indirecta. Me refiero, con ello, a cuánto disminuye el tráfico por carretera un servicio ferroviario eficiente, cuánto reduce el deterioro de las mismas, cuántos menos automóviles ingresan a las ciudades, cuánto menos ruido deben soportar los ciudadanos, cuánto se reduce la contaminación ambiental, cuánto se reduce el consumo de combustibles, cuánto menos stress sufre la población, cuántos menos accidentes se producen, cuántos ciudadanos pueden evitar vivir en las ciudades, , … y un larguísimo etcétera.
Esas ‘externalidades’, entonces, son las que invierten el resultado de la ecuación, tornándola positiva para el operador, y ello permite que el boleto o ticket que deba pagar el usuario por utilizar el servicio resulte accesible o, directamente, barato.
Como ya expliqué, sólo el Estado puede tomar en cuenta dichas externalidades, ya que debe asumir el costo total de las mismas si no puede ofrecer un transporte ferroviario eficiente y confiable.
Esa necesidad de que sea el Estado, en cualquiera de sus niveles, quien invierta y administre los ferrocarriles de pasajeros, sólo puede evitarse mediante fuertes subsidios a los empresarios privados, como forma de compensar a éstos por el resultado negativo que –al no considerar en ella a las externalidades- sin dudas surgirá de su ecuación.
Pero, reitero, el Estado debe actuar, en la especie, como una empresa privada, y las autoridades de ésta deberán rendir acabada cuenta de su gestión, como si tuvieran accionistas ante quienes responder por el cumplimiento de los objetivos determinados.
Por lo demás y como ya dije, es siempre desaconsejable recurrir, como lo ha hecho el Gobierno argentino, a una política de subsidios a los empresarios privados, y lo es por la falta de control sobre la verdadera y efectiva aplicación de los importes en cuestión a los fines para los cuales fueren destinados, y a la obvia falta de transparencia en los procedimientos de adjudicación.
El zorro en el gallinero
Un breve párrafo final para comentar una absurda decisión del Gobierno: cuando re-privatizó el ferrocarril Belgrano Norte, de carga, principal red troncal del país, que lo vincula a Chile y a Bolivia, el inefable señor K y su escudero, otra vez don Jaime, entregaron parte de las acciones y un asiento en el Directorio de la empresa a don Moyano, el camionero.
Por antonomasia, el enemigo del tren, y viceversa, es el camión; la explicación es tan obvia que me abstengo de hacerlo.
Bs.As., 12 May 08
En medio de la crisis autoprovocada por el Gobierno a raíz de su increíble batalla contra el campo, sus derrotas en materia de inflación y de relaciones con el mundo, etc., nuestros co-presidentes se zambullen en el mega-proyecto del ‘tren bala’, un verdadero mamarracho.
Mucho se ha dicho y se ha escrito en estos días acerca del tema y, pese a que puede resultar superfluo o redundante, quiero dejar expresadas algunas ideas al respecto.
Los trenes de alta velocidad en el mundo
Cuando tanto la Presidente cuanto su inefable vocero oficioso, Braga Menéndez, gritan contra quienes se oponen a este disparate, hablan de modernidad, y sostienen que, si bien el sistema ferroviario argentino se encuentra destruido en su mayor parte, o colapsado en la que sobrevive, ello no resulta incompatible con un proyecto que nos pondrá en el primer mundo.
Cuentan con trenes de alta velocidad España, Francia, Alemania y Japón, y para eso existen suficientes razones geográficas, poblacionales y económicas que los justifican. Sin embargo, este medio de transporte de pasajeros no ha sido adoptado ni por Estados Unidos o Brasil, ni por Italia, Gran Bretaña, Suiza, etc.; para no hacerlo también cuentan con fuertes razones.
Piénsese, solamente, que entre San Paulo (18 millones de habitantes) y Rio de Janeiro (8 millones), se usa el transporte de pasajeros por carretera o por avión, mediante un puente aéreo que, a lo largo de cada día de la semana, realiza más de cincuenta vuelos en ambas direcciones. Sin embargo, Brasil, pese a ser hoy la octava o novena economía del mundo, no ha considerado prioritario para su desarrollo un proyecto de este tipo, hace mucho en estudio.
Chile, con una economía menor a la de Argentina, dispone de un presupuesto anual ferroviario del orden de los US$ 1.500 millones, pero tampoco ha creído imprescindible contar con un ‘tren bala’.
¿Qué lleva a pensar, entonces, a nuestra pareja gobernante que debe gastar una cifra inverosímil en la construcción de tal faraónico proyecto? Si entre Rosario, Córdoba y Buenos Aires no hay más de seis vuelos diarios entre idas y vueltas, ¿para qué inventar un sustituto tan caro?
¿Cuántos pasajeros podrá transportar? ¿Cuántos servicios diarios realizará? Entre Madrid-Córdoba-Sevilla y entre Madrid-Tarragona-Barcelona se cruzan AVE’s (Alta Velocidad Española) más de veinte veces por día, y algo similar ocurre con los TGV (los trenes de gran velocidad franceses); ¿existe tal demanda en Argentina?; al menos, ¿se ha estudiado ese tema?
Por lo demás, ¿cuánto deberá costar el pasaje en el ‘tren bala’ como para permitir recuperar lo invertido en él? Si un ticket entre Madrid y Sevilla llega a € 100, ¿cuánto será el precio entre Buenos Aires y Rosario, que se encuentran a una distancia 25% menor? ¿Cuántos argentinos se encuentran en condiciones de pagar por un servicio de lujo?
La única respuesta es que, nuevamente, deberá subsidiarse ese tráfico, con la secuela de corrupción que de ello se deriva.
El costo y su comparación
El proyecto, que se inició con un costo teórico de US$ 1.300 millones ya ha crecido hasta los US$ 4.000 millones y, como dice la gente de la Coalición Cívica, que ha realizado algunos estudios y análisis, seguramente llegará los US$ 10.000 antes de comenzar a funcionar. Como es bien sabido, el ‘tren bala’ será sólo para pasajeros, toda vez que no existe carga alguna que justifique el pago de un flete enorme a cambio de una velocidad innecesaria.
Los montos que baraja la Coalición suenan bastante próximos a la realidad, ya que no han sido considerados, en los presupuestos del Gobierno, detalles tales como que un tren de alta velocidad no puede tener pasos a nivel (sólo entre Mar del Plata y Buenos Aires, por ejemplo, existen más de cien), por lo cual resultará necesario construir puentes y túneles, amén de ‘entubar’ los recorridos dentro de los conglomerados urbanos.
Un comentario aparte merece el proceso licitatorio, que vio alterado su pliego después de la adjudicación, violando la ley de procedimiento administrativo y provocando enormes suspicacias. Sobre todo, al difundirse que el adjudicatario es un consorcio, mayoritariamente integrado por Alstom, la misma empresa que ha confesado, en Europa, haber repartido coimas en Brasil y otros países para construir ferrocarriles y subterráneos.
Entonces, es menester comparar los números de los que disponemos con otros que son públicos y verificables.
Me referiré, específicamente, a Ferrobaires, el servicio ferroviario que presta aún hoy la Provincia de Buenos Aires dentro de su territorio. Los ramales son, desde y hacia Buenos Aires, Mar del Plata-Miramar, Las Armas-Pinamar, 25 de Mayo-Bolivar-Daireaux, Olavaria-Pringles o Lamadrid-Bahía Blanca-Carmen de Patagones, Bragado-Pehuajó, Bragado-Lincoln y Junín-Vedia. Se mueve con locomotoras y coches cuya edad supera los treinta años y, en algunos casos, excede los cincuenta.
Ferrobaires, pese a que ha sido teóricamente re-nacionalizada hace más de un año, nunca recibió subsidio alguno de la Secretaría de Transportes, a cargo de otra espada del matrimonio K, Ricardo Jaime.
Para pagar su combustible, la luz, el gas, el papel y otros insumos normales de una empresa y, sobre todo, para el mantenimiento de su material rodante y de las vías que tiene bajo su responsabilidad (1.200 Km: Buenos Aires-Mar del Plata, 25 Mayo-Bolívar, y Bahía Blanca-Carmen de Patagones, ya que el resto está concesionada a líneas ferroviarias de carga), dispone sólo de sus ingresos por ventas de pasajes.
Esos recursos promedian los $ 22 millones anuales, por supuesto con fuertes variaciones estacionales. Esa suma equivale a US$ 7 por año. Para brindar un buen servicio, resultarían necesarios unos $ 150 millones anuales, es decir, algo parecido a US$ 48 millones; así, podrían mejorarse en mucho los tendidos férreos y renovar, gradualmente, toda su flota rodante. En resumen, el dinero que el Gobierno dice que gastará –como comenté, será muchísimo más- alcanzaría para ¡83 años! de mejoramiento y actualización del ferrocarril de la Provincia de Buenos Aires.
Cuando Frondizi comenzó a desmantelar los ferrocarriles argentinos, el país contaba con 45.000 Km de vías en uso; hoy, sobre todo después de Menem y Cavallo, restan unos 7.000 Km. casi todos destinados, exclusivamente, al transporte de carga.
Han perdido sus emblemáticos servicios ferroviarios de pasajeros las provincias de Salta y Tucumán, de Mendoza, de Misiones y de Rio Negro, pese que éstas dos últimas conservan una frecuencia irregular entre Bahía Blanca y Bariloche y entre Buenos Aires y Posadas, servidas por una sola locomotora cada una.
Los trazados de vías concesionados a empresarios privados de carga, pese a que éstos estaban obligados a mantener los perfiles de velocidad aptos para el transporte de pasajeros, están absolutamente deteriorados (como ocurre, por ejemplo, entre Maipú y Tandil, que hoy no permite viajar a más de 30 Km/h) por la falta de inversiones.
Este es el panorama general del país, y el Gobierno pretende construir un ‘tren bala’ para atender el tramo Buenos Aires-Rosario, que se extendería, con un ‘tren de alta prestación’ (menor velocidad) a Córdoba.
Los servicios suburbanos de pasajeros
Los servicios suburbanos (de cercanías, como los llaman en España) de pasajeros merecen un capítulo aparte.
Es de público y notorio conocimiento el deplorable estado en el que se encuentran la totalidad de ellos, con la única excepción de la línea a Tigre, que aún conserva cierta calidad. Y todo ello pese a los enormes subsidios que, mes a mes, distribuye oscuramente el ya nombrado Jaime, a su solo arbitrio.
En los países que actúan con lógica, estos servicios son de innegable confort y, sobre todo, de gran puntualidad. Y ello se debe a que esas naciones han establecido una prioridad: desalentar la concentración humana en los grandes centros urbanos.
Cuando cuenta con un eficiente servicio público de transporte, sobre todo ferroviario, la gente tiende a vivir fuera de las ciudades, pese a trabajar diariamente en ellas. Así, basta con observar los ejemplos de Nueva York, Madrid, Paris, Londres, Roma, Milán, etc., etc.
Si, por el contrario, esa misma gente debe viajar hacinada, en trenes peligrosos y que no respetan horario alguno, tenderá a vivir cerca de su trabajo, aumentando la densidad de la población y saturando las ciudades, como ocurre en Buenos Aires, Rio de Janeiro y, sobre todo, en San Pablo.,
Piénsese, entonces, cuánto podría hacer el Estado para mejorar la calidad de vida de la población si dotara, con mucho menos dinero que el destinado al ‘tren bala’, a sus grandes centros urbanos –Buenos Aires, Rosario, Córdoba- de un eficiente servicio ferroviario local.
Los trenes de pasajeros deben ser del Estado
Hoy, por lo demás, en Europa, cuyas distancias interurbanas son de menor magnitud que en América, el tren reemplaza, y con enormes ventajas, al transporte aéreo y, aún, al automotor. El tren resulta más cómodo, más seguro, más barato y -sumando al tiempo de vuelo el que demanda el traslado hacia y desde los aeropuertos y el lapso de espera previa en ellos- más rápido que el avión, especialmente cuando los países cuentan con servicio ferroviario de alta velocidad.
No voy a continuar extendiéndome acerca de las ventajas del ferrocarril; prefiero dedicar lo que resta de este artículo a explicar por qué el tren de pasajeros debe ser estatal.
Lo primero que debo asegurar es que el Estado puede prestar un servicio eficiente, como ocurre en Francia o en España, y ello sólo requiere que la compañía que lo administre, pese a ser pública, trabaje y se desempeñe como privada, con todos los desafíos –en cuanto a control y cumplimiento de objetivos- que ello implica.
En Gran Bretaña, donde esos servicios fueron privatizados en el gobierno de Margaret Thatcher, la calidad de los mismos ha caído estrepitosamente; baste para comprobarlo recordar que, en tiempos no tan lejanos, los ingleses podían poner en hora sus relojes utilizando la puntualidad de sus trenes.
La explicación para justificar la postura de la necesidad de que el Estado sea quien opere los ferrocarriles de pasajeros es, además, muy simple.
Cuando cualquier empresario privado crea un negocio –sea cual fuere el sector económico en el que se desenvuelva, incluyendo el transporte ferroviario-, realiza una cuenta (suma y resta) sumamente elemental.
Piensa cuánto debe invertir, cuánto insumirán sus gastos operacionales, cuánto deberá pagar en impuestos, le añadirá la tasa de retorno del capital invertido y, con todo ello, llegará a una suma determinada. A ella le restará, entonces, el precio al que venderá su producto o servicio. Y nada más. Si el resultado de esa ecuación determina que generará ganancias, hará el negocio planeado; en caso contrario, lo descartará.
Volviendo a los trenes de pasajeros, lo primero que se debe poner sobre la mesa es la enorme magnitud de las inversiones que se requieren, tanto en infraestructura –sobre todo, en vías, señales, cambios, etc.- cuanto en material rodante, es decir, locomotoras y coches de pasajeros.
Utilizando la ecuación a la que hice referencia más arriba, si va a ser el pasajero quien, a través de su boleto, pague todas esas inversiones y todos esos gastos, el precio del transporte se convertirá en carísimo o, aún más, alcanzará un nivel imposible de afrontar por el público usuario.
¿Qué ocurre cuando el Estado es el empresario? Nuevamente, muy simple: la ecuación se modifica dramáticamente. En ella, el Estado introduce otros elementos que, como veremos, no pueden –y, tal vez, ni deban- ser tomados en cuenta por el empresario privado.
Esos elementos son los llamados ‘externalidades’. Y son tan conocidos en el mundo que las propias Naciones Unidas han adoptado un sistema para medirlas y cuantificarlas.
Se designa de ese modo a los beneficios que un servicio aporta a una comunidad en forma indirecta. Me refiero, con ello, a cuánto disminuye el tráfico por carretera un servicio ferroviario eficiente, cuánto reduce el deterioro de las mismas, cuántos menos automóviles ingresan a las ciudades, cuánto menos ruido deben soportar los ciudadanos, cuánto se reduce la contaminación ambiental, cuánto se reduce el consumo de combustibles, cuánto menos stress sufre la población, cuántos menos accidentes se producen, cuántos ciudadanos pueden evitar vivir en las ciudades, , … y un larguísimo etcétera.
Esas ‘externalidades’, entonces, son las que invierten el resultado de la ecuación, tornándola positiva para el operador, y ello permite que el boleto o ticket que deba pagar el usuario por utilizar el servicio resulte accesible o, directamente, barato.
Como ya expliqué, sólo el Estado puede tomar en cuenta dichas externalidades, ya que debe asumir el costo total de las mismas si no puede ofrecer un transporte ferroviario eficiente y confiable.
Esa necesidad de que sea el Estado, en cualquiera de sus niveles, quien invierta y administre los ferrocarriles de pasajeros, sólo puede evitarse mediante fuertes subsidios a los empresarios privados, como forma de compensar a éstos por el resultado negativo que –al no considerar en ella a las externalidades- sin dudas surgirá de su ecuación.
Pero, reitero, el Estado debe actuar, en la especie, como una empresa privada, y las autoridades de ésta deberán rendir acabada cuenta de su gestión, como si tuvieran accionistas ante quienes responder por el cumplimiento de los objetivos determinados.
Por lo demás y como ya dije, es siempre desaconsejable recurrir, como lo ha hecho el Gobierno argentino, a una política de subsidios a los empresarios privados, y lo es por la falta de control sobre la verdadera y efectiva aplicación de los importes en cuestión a los fines para los cuales fueren destinados, y a la obvia falta de transparencia en los procedimientos de adjudicación.
El zorro en el gallinero
Un breve párrafo final para comentar una absurda decisión del Gobierno: cuando re-privatizó el ferrocarril Belgrano Norte, de carga, principal red troncal del país, que lo vincula a Chile y a Bolivia, el inefable señor K y su escudero, otra vez don Jaime, entregaron parte de las acciones y un asiento en el Directorio de la empresa a don Moyano, el camionero.
Por antonomasia, el enemigo del tren, y viceversa, es el camión; la explicación es tan obvia que me abstengo de hacerlo.
Bs.As., 12 May 08
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