Los ferrocarriles de pasajeros ¿Por qué deben ser estatales? Es, de todo punto de vista indispensable, para cualquier país que piense en su futuro, contar con excelentes servicios de transporte ferroviario de pasajeros, especialmente de corta distancia o cercanías, y subterráneos metropolitanos.
Con sólo mirar ciudades como Madrid, Barcelona, París, Londres o Nueva York, debe uno preguntarse por qué esos, ya de por sí enormes, conglomerados urbanos no han continuado creciendo en los últimos cincuenta años.
Y la razón es una sola. Todas ellas cuentan con un eficiente y confiable servicio de transporte de pasajeros por ferrocarril. Éste permite que los ciudadanos puedan desplazarse desde sus hogares, en los alrededores de esas metrópolis, hasta sus trabajos, en el centro de ellas, por medio de tales ferrocarriles.
Hoy, por lo demás, en Europa, cuyas distancias interurbanas son de menor magnitud que en América, el tren reemplaza, y con enormes ventajas, al transporte aéreo y, aún, al automotor. El tren resulta más cómodo, más seguro, más barato y -sumando al tiempo de vuelo el que demanda el traslado hacia y desde los aeropuertos y el lapso de espera previa en ellos- más rápido que el avión, especialmente cuando los países cuentan con servicio ferroviario de alta velocidad.
No voy a continuar extendiéndome acerca de las ventajas del ferrocarril; prefiero dedicar lo que resta de este artículo a explicar por qué el tren de pasajeros debe ser estatal.
Lo primero que debo asegurar es que el Estado puede prestar un servicio eficiente, como ocurre en Francia o en España, y ello sólo requiere que la compañía que lo administre, pese a ser pública, trabaje y se desempeñe como privada, con todos los desafíos –en cuanto a control y cumplimiento de objetivos- que ello implica.
En Gran Bretaña, donde esos servicios fueron privatizados en el gobierno de Margaret Thatcher, la calidad de los mismos ha caído estrepitosamente; baste para comprobarlo recordar que, en tiempos no tan lejanos, los ingleses podían poner en hora sus relojes utilizando la puntualidad de sus trenes.
La explicación para justificar la postura de la necesidad de que el Estado sea quien opere los ferrocarriles de pasajeros es, además, muy simple.
Cuando cualquier empresario privado crea un negocio –sea cual fuere el sector económico en el que se desenvuelva, incluyendo el transporte ferroviario-, realiza una cuenta (suma y resta) sumamente elemental.
Piensa cuánto debe invertir, cuánto insumirán sus gastos operacionales, cuánto deberá pagar en impuestos, le añadirá la tasa de retorno del capital invertido y, con todo ello, llegará a una suma determinada. A ella le restará, entonces, el precio al que venderá su producto o servicio. Y nada más. Si el resultado de esa ecuación determina que generará ganancias, hará el negocio planeado; en caso contrario, lo descartará.
Volviendo a los trenes de pasajeros, lo primero que se debe poner sobre la mesa es la enorme magnitud de las inversiones que se requieren, tanto en infraestructura –sobre todo, en vías, señales, cambios, etc.- cuanto en material rodante, es decir, locomotoras y coches de pasajeros.
Utilizando la ecuación a la que hice referencia más arriba, si va a ser el pasajero quien, a través de su boleto, pague todas esas inversiones y todos esos gastos, el precio del transporte se convertirá en carísimo o, aún más, alcanzará un nivel imposible de afrontar por el público usuario.
¿Qué ocurre cuando el Estado es el empresario? Nuevamente, muy simple: la ecuación se modifica dramáticamente. En ella, el Estado introduce otros elementos que, como veremos, no pueden –y, tal vez, ni deban- ser tomados en cuenta por el empresario privado.
Esos elementos son los llamados ‘externalidades’. Y son tan conocidos en el mundo que las propias Naciones Unidas han adoptado un sistema para medirlas y cuantificarlas.
Se designa de ese modo a los beneficios que un servicio aporta a una comunidad en forma indirecta. Me refiero, con ello, a cuánto disminuye el tráfico por carretera un servicio ferroviario eficiente, cuánto reduce el deterioro de las mismas, cuántos menos automóviles ingresan a las ciudades, cuánto menos ruido deben soportar los ciudadanos, cuánto se reduce la contaminación ambiental, cuánto se reduce el consumo de combustibles, cuánto menos stress sufre la población, cuántos menos accidentes se producen, cuántos ciudadanos pueden evitar vivir en las ciudades, , … y un larguísimo etcétera.
Esas ‘externalidades’, entonces, son las que invierten el resultado de la ecuación, tornándola positiva para el operador, y ello permite que el boleto o ticket que deba pagar el usuario por utilizar el servicio resulte accesible o, directamente, barato.
Como ya expliqué, sólo el Estado puede tomar en cuenta dichas externalidades, ya que debe asumir el costo total de las mismas si no puede ofrecer un transporte ferroviario eficiente y confiable.
Esa necesidad de que sea el Estado, en cualquiera de sus niveles, quien invierta y administre los ferrocarriles de pasajeros, sólo puede evitarse mediante fuertes subsidios a los empresarios privados, como forma de compensar a éstos por el resultado negativo que –al no considerar en ella a las externalidades- sin dudas surgirá de su ecuación.
Pero, reitero, el Estado debe actuar, en la especie, como una empresa privada, y las autoridades de ésta deberán rendir acabada cuenta de su gestión, como si tuvieran accionistas ante quienes responder por el cumplimiento de los objetivos determinados.
Por lo demás, es siempre desaconsejable recurrir, como lo ha hecho el Gobierno argentino, a una política de subsidios a los empresarios privados, y lo es por la falta de control sobre la verdadera y efectiva aplicación de los importes en cuestión a los fines para los cuales fueren destinados, y a la obvia falta de transparencia en los procedimientos de adjudicación.
Buenos Aires, 25 de septiembre de 2007.-
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