La crisis global de los países emergentes y
su repercusión en Argentina
Por Enrique G. Avogadro y
Juan C. N. Soldano Deheza (*)
Panorama internacional
Los 70’s y el comienzo de los 80’s fueron marcados para el mundo en general, y especialmente para los actualmente conocidos como “países emergentes”, por la crisis del petróleo y el fin de la liquidez internacional alimentada por los flujos de ‘petrodólares’, derivado de los fuertes aumentos en la tasa de interés norteamericana, que llevaron al fracaso a las estrategias -más o menos exitosas- de crecimiento basadas en un fuerte endeudamiento externo.
En América Latina, la segunda mitad de los 80’s fue marcada por la re-democratización generalizada del subcontinente, acompañada por el ‘default’ generalizado de la deuda externa y por muy bajas tasas de crecimiento económico, que llevaron a que este período fuera llamado como la “década perdida”.
El final de esa etapa –fin de los ’80 e inicio de los ’90- se caracterizó por un conjunto de particularidades que repiten –por supuesto, con el correspondiente aditamento tecnológico- lo ocurrido en otros momentos del siglo XX y del anterior.
Las telecomunicaciones comenzaron a dar un espectacular salto tecnológico, combinado con la existencia de una fuerte liquidez internacional y escasas oportunidades de inversión –al menos, aquella que ofrece altos retornos- en los países más desarrollados.
En ese contexto, surgieron las recomendaciones del denominado “Consenso de Washington”, relativas a las estrategias que deberían seguir los países subdesarrollados para acceder al círculo virtuoso del crecimiento económico.
Ellas pueden ser descriptas, en forma muy sintética y por sus puntos más conocidos, por la renegociación de la deuda externa en ‘default’, la apertura comercial, la apertura de la cuenta capital del balance de pagos, y por la reforma del sector público vía la privatización de las empresas estatales deficitarias. Como consecuencia de este conjunto de reformas, podría esperarse una rápida vuelta a un acelerado proceso de crecimiento económico que permitiese recuperar la “década perdida”.
En la medida en que tales recomendaciones representaban un retorno al clasicismo de la economía, fueron denominadas “neo-liberalismo”.
Pese a que entre las sugerencias del Consenso de Washington no figuraba la necesidad de contar con políticas fiscales sólidas que asegurasen la solvencia intertemporal de los Estados, mientras se promovía la competitividad de las economías e inducía una razonable redistribución de riqueza, cabe imaginar que tanto los inversores internacionales cuanto los organismos multilaterales asumían que financiarían desequilibrios fiscales transitorios, derivados de la transición de esas economías hacia esta nueva situación ideal.
Sin embargo, la confrontación con la realidad indica que, pese a un momento inicial de fuertes tasas de crecimiento derivadas de la apertura de la economía y los ingresos de capital derivados las privatizaciones, con raras excepciones, éste no fue el camino seguido por los países que se alinearon siguiendo las recomendaciones antes mencionadas, de donde se deriva buena parte de los problemas que hoy enfrentan.
En el mercado de capitales internacional, en el que los países emergentes financian sus déficits, se asumía hasta el momento que existía un prestamista de última instancia –el FMI- que, a la luz de la experiencia de la última década, siempre había acudido en socorro de las naciones en apuros.
Si seguimos la sugerencia de dejar que los problemas de insolvencia sean resueltos por el mercado, parece entonces razonable el argumento de los conservadores norteamericanos, representados en las declaraciones del economista jefe del FMI, la Sra. Anne Krueger, en el sentido que los países y sus acreedores deberán encontrar una solución a sus problemas con escasa –o nula- ingerencia de este organismo o del Gobierno estadounidense.
La modificación de este contexto abre espacio para que las reglas de juego existentes hasta el momento, por lo menos en este sentido, comiencen a ser cuidadosamente revisadas.
Probablemente, veremos en el futuro un flujo mucho menor de financiamiento destinado a los países emergentes, acompañado de una mayor diferenciación entre ellos, basada en un análisis más detallado de los fundamentos económicos propios de cada uno de esos países.
Como en cualquier mercado, una menor oferta enfrentada a una demanda relativamente inelástica, provoca un aumento de precios, en este caso la tasa de interés.
Ello debería llevar a los países emergentes a replantear rápidamente sus estrategias de crecimiento y financiamiento, bajo el riesgo de que se produzca un proceso generalizado de ‘default’ de su deuda externa y un nuevo y prolongado período de escaso o nulo crecimiento, con sus tremendas consecuencias sociales y la puesta en serio riesgo de las instituciones democráticas.
A su vez, ello nos lleva a uno de los puntos centrales de las recomendaciones del Consenso de Washington, que toma una relevancia cada vez más significativa en este nuevo contexto: la apertura comercial.
Las diferentes rondas del Gatt[1]; ronda Kennedy, ronda Tokio, ronda Uruguay, que culminaron con la institucionalización de la Organización Mundial de Comercio (OMC), fueron altamente efectivas en reducir tarifas aduaneras en lo que al comercio de productos manufacturados se refiere. La incorporación de los servicios y la propiedad intelectual a la normativa internacional a través del ‘Trips’, subproducto de la ronda Uruguay, reguló además las condiciones de acceso de los países subdesarrollados al mercado del conocimiento y de los servicios financieros, los de más rápida expansión mundial en la última década.
Sin embargo, existe un conjunto de asimetrías que, en un contexto de reducción de los flujos de financiamiento, toman cada vez mayor importancia para los países emergentes, y transforman aquel criterio de apertura comercial en una apertura de características casi unilateral: las restricciones existentes al comercio de los productos agropecuarios y manufacturados de bajo valor agregado, que representan una proporción significativa de su pauta de exportación.
Estas asimetrías están representadas, para los productos primarios, por los subsidios de los países desarrollados y principales mercados de consumo mundial a los productores locales[2], que generan la formación de grandes ‘stocks’ -que deprimen los precios, y por los subsidios a la exportación de esos excedentes, que profundizan este efecto y reducen, significativamente, los márgenes de rentabilidad de los productores de los países en vías de desarrollo[3]. Los productos agroindustriales, asimismo, enfrentan crecientes barreras para-arancelarias en esos mercados.
En el caso de los bienes industriales de relativamente escaso valor agregado, como pueden ser los textiles y el acero, las restricciones de acceso a las economías desarrolladas se expresan a través de mecanismos de cuotas y la creciente aplicación de medidas ‘antidumping’.
En el caso de los servicios, la captación de las mentes más brillantes de los países subdesarrollados, mediante la viabilización de opciones para estudiar, investigar y aplicar sus conocimientos casi sin restricciones presupuestarias y en las mejores universidades del planeta (todas se encuentran en los países desarrollados), determina que la mayor parte de las patentes y nuevas tecnologías se desenvuelvan en esos países.
Este conjunto de situaciones unidas al creciente poder y concentración de los conglomerados financieros y aseguradores mundiales[4], hacen que las posibilidades de generar políticas de desarrollo independiente resulten cada vez más limitadas.
Debe señalarse, adicionalmente, que aunque la OMC establece reglas de juego para los mercados regulados por los tratados que la crearon, es bastante común que los países subdesarrollados no tengan suficientes especialistas en el área de negociaciones económicas internacionales o bien carezcan de la capacidad económica necesaria para asumir el costo de buenos defensores en cuestiones de su interés nacional.
Finalmente, no debe subestimarse el hecho que, frente a la necesidad de mantener un cierto grado de “tutela” de los organismos multilaterales de crédito, a efectos de contar con acceso al financiamiento internacional, que son controlados por los mismos países desarrollados que imponen barreras al comercio, los países emergentes deban claudicar parcialmente[5] en sus reclamos.
Frente a este escenario, existen sólo dos países[6] que, por su dimensión territorial y poblacional, su ubicación estratégica en áreas de potencial conflicto y por su desarrollo tecnológico y nuclear autónomo, han conseguido crear estrategias de crecimiento independientes de los principios del Consenso de Washington razonablemente exitosas[7]. No parece haber otros países en condiciones de recrear esa situación.
Si asumimos como un parámetro[8] el contexto antes descripto, aquellos países emergentes que pretendan insertarse exitosamente en la economía mundial, deberán tener en cuenta las restricciones apuntadas para sus estrategias de crecimiento y generar, en consecuencia, reformas institucionales tendientes a optimizar el rol del Estado. Resulta indispensable convertirlo en un eficaz vehículo de redistribución de riqueza, en un contexto de austeridad y extrema solidez fiscal, a fin de que pueda hacer uso eficiente de los escasos grados de libertad disponibles para mejorar su posicionamiento negociador relativo y generar condiciones para incrementar la proporción de ahorro doméstico que quede en el país, de manera de reducir la dependencia del financiamiento externo.
Cabe preguntarse cuántos y cuáles serán los países en condiciones, no solamente de emprender, sino de concluir exitosamente esta tarea.
Argentina y su crisis
Hablar de la crisis de Argentina, que tanto impacto ha tenido en la actualidad española y que no escapa, en términos generales, a las circunstancias descriptas más arriba, impone explicar algunas circunstancias presentes que constituyen verdaderas peculiaridades del país y de su gente.
Luego de los grandes procesos hiperinflacionarios de 1989 y 1990, y de la renuncia anticipada del primer Presidente democrático tras diez años de dictadura militar, fue realizada en abril de 1991 una reforma monetaria que introdujo el Régimen de Convertibilidad[9], que ató al peso –la moneda local- al dólar estadounidense.
El remedio sirvió para erradicar de cuajo la inestabilidad económica pero, tras casi doce años de irresponsabilidad en el manejo de las cuentas fiscales, con un desmedido déficit fiscal siempre financiado con más deuda, que llevó a una fuerte sobrevaluación de la moneda que, a su vez, impidió la expansión de la economía y produjo un crecimiento desmedido en la tasa de desempleo, dejó de servir a los fines pretendidos,.
La deuda externa creció de US$ 45.100 millones[10] a US$ 147.667 millones[11], y las últimas mediciones del paro estiman en casi el 30% el nivel de desocupación, y en casi 15% el de subocupación. Si se piensa que esos guarismos se dan en un país que carece de red de contención social (seguro de desempleo), puede imaginarse el estado en que se encuentra el conflicto social.
Lo más notable es que en el período de mayor crecimiento de la deuda (123% entre 1989/1999) coincide con la época de la privatización de todas las empresas estatales, que vieron gran parte de su precio pagado en títulos de la deuda pública, por lo cual el crecimiento real fue aún mayor, y es la prueba cabal que se financió el gasto corriente con la venta de activos públicos.
Podemos decir que, desde 1993 en adelante, Argentina tuvo un acceso ilimitado e irracional a los mercados financieros internacionales, obteniendo siempre créditos que no utilizó para financiar su desarrollo sino, muy por el contrario, a solventar su endémico -pero cada vez más pronunciado- déficit fiscal. Si al gran crecimiento del gasto público ya comentado, le sumamos el pago de servicios financieros al exterior a tasas de interés muy altas en términos reales, que convertían al país en inviable y un sistema tributario procíclico, mal diseñado y que genera altos incentivos a la evasión, tenemos un cuadro de situación que, sin temor a equivocarse, permitía prever con mucha anticipación este final.
Por otra parte, y sobre todo a partir de los primeros años del gobierno del Dr. Menem (1989/1999), se produjo en Argentina una marcada transferencia del control accionario del sector industrial y financiero –y aún del agrícolo-ganadero- a manos de grandes conglomerados multinacionales, que adquirieron inclusive las empresas estatales privatizadas en la época.
Una de las primeras características que distingue a Argentina es que los originales propietarios de esas tierras, fábricas y campos, transfirieron al exterior los precios obtenidos por las mismas, generando un curioso e inusual fenómeno: algunos de los ciudadanos mantienen fuera del país depósitos equivalentes a una proporción muy importante de la deuda externa nacional.
Esta conducta tiene explicaciones varias, según desde qué ángulo político se las analice, pero los últimos acontecimientos –congelamiento de depósitos locales y apurada e improvisada devaluación- terminaron por darle la razón a quienes así actuaron.
Por otra parte, y sobre esto volveremos más adelante, el deterioro profundo de las instituciones y el desprestigio de los hombres que las han conducido –en especial, la Justicia- hacen hoy descreer a la población, en una postura que tiene paralelos en Latinoamérica, de la democracia misma.
Resulta entonces muy difícil, para los sectores sociales excluidos compartir una opinión positiva de la globalización y del capitalismo como forma de vida, más que como un sistema económico.
Retornando a las características especiales que tiene la crisis de los países emergentes en Argentina, es imperioso poner el acento sobre la forma en que esos modelos fueron allí aplicados.
El mercado financiero local, integrado por casi todos los grandes bancos internacionales y los escasos exponentes residuales de tradicionales instituciones financieras de capital nacional, concentró la capacidad crediticia en financiar a los grandes grupos económicos, fueran éstos locales o extranjeros y al mismo Estado, dejando de lado a las pequeñas y medianas empresas, las verdaderas generadoras de empleo en otras latitudes, que se vieron enfrentadas a un proceso de deterioro y paulatina desaparición en el período analizado.
Otros dos trascendentes hechos, por cierto originales de Argentina, que condujeron a la crisis actual fueron la apertura indiscriminada e incontrolada de la economía y la libertad de entrar y salir del país, financieramente hablando, de capitales extranjeros, muchas veces destinado a la especulación, sin control ni registro alguno. No es mala la libertad para el ingreso y el egreso de los capitales, pero Argentina sirvió, durante muchos años, como campo fértil para la estricta especulación financiera que, montada sobre altísimas tasas de interés reales, provocó una marcada descapitalización empresaria.
El primero de esos hechos, el gran causante de la desocupación actual, significó la masiva importación de mercaderías y bienes, muchos de ellos suntuarios, al ser fabricadas en países con escasa incidencia de la mano de obra en el costo final o en naciones que subsidian a sus productores, reemplazaron a los argentinos en la preferencia popular, determinada ésta por el precio más que por la calidad, conduciendo al cierre de una gran cantidad de establecimientos industriales. No objetamos la apertura comercial, pero ella hubiera debido hacerse recurriendo a adecuados mecanismos antidumping, y recreando las condiciones de adaptación y gerenciamiento, con crédito para esa reconversión para las pequeñas y medianas empresas.
Una consecuencia más del deterioro de la paridad real que acompañó a los últimos años de la convertibilidad, fue el traslado –que aún continúa- de algunas grandes industrias a Brasil, donde reciben fuertes incentivos fiscales. Esas radicaciones, en general, fueron capital-intensivas, más que mano de obra-intensivas; el deterioro del tipo de cambio determinó que el perfil exportador argentino se basase en sus ventajas comparativas estáticas –agro, petróleo, gas, energía-, o en comercio administrado (autos y autopartes) y no en generar ventajas comparativas dinámicas derivadas de la relativamente alta calificación de su mano de obra.
Argentina fue, durante casi el 80% del siglo XX, un país básicamente agroexportador que, como tantos otros, especialmente en la segunda mitad del siglo, vio restringido el acceso de sus productos primarios a los mercados principales de consumo, especialmente a partir de la instauración del dañino sistema de subsidios montado en Europa y los Estados Unidos.
Aún hoy, y con la mayor parte de sus empresas inactivas, el país dispone de un parque industrial relativamente moderno y actualizado, pese a las limitaciones que hemos observado en materia crediticia, y ello se debe a que, si bien muchas de las industrias han sido obligadas a cerrar las puertas de sus fábricas, dentro de ellas la maquinaria y el equipo permanece intacto. La participación del sector industrial (por exclusión de productos primarios y combustibles) en las exportaciones totales llegó, aproximadamente, al 60%.
En los mismos años se produjo una enorme concentración de la riqueza y, en buena parte producto del incremento de las tasas de desocupación, grandes sectores (50%) pasaron a sumergirse más allá de la línea de pobreza
El modelo de la convertibilidad, que hubiera podido funcionar bien con gran disciplina y responsabilidad fiscal, llevó a la economía a límites casi extremos. A la vez, justo es reconocer que la revaluación del dólar frente a todas las monedas, producto de la expansión de la economía norteamericana de los últimos años, contribuyó a complicar el modelo local, atado a esa divisa.
Por último, la falta de una justicia independiente, reemplazada por un Supremo adicto y funcional al poder de turno, la impune y generalizada corrupción, exhibida sin pudor de ningún tipo, y la pauperización de los sectores medios, llevó en los últimos dos años al reclamo popular de un cambio profundo, unívoco en su manifestación de su necesidad, pero anárquico y disociado en sus propuestas positivas, que produjo la renuncia de De la Rúa, que se había comprometido públicamente, al asumir, a liderar ese cambio.
El FMI y el Banco Mundial no dejaron de prestar apoyo a la Argentina por ello, y esa actitud permitió el arribo de un monumental crédito externo e diciembre de 2000, al que se denominó “blindaje”, ya que permitiría al país enfrentar las crecientes especulaciones financieras en su contra. Sin embargo, ya nada era posible.
En 2001, siempre con la ayuda de los organismos citados, el Gobierno encaró la reestructuración de sus compromisos financieros, dividiendo la negociación en dos etapas. La primera, con los acreedores locales –bancos y fondos de pensión- tuvo éxito.
La segunda etapa, la externa, no llegó a concretarse, tanto por la renuncia de De la Rúa, cuanto por el caos político y el ‘default’ que le siguieron.
La última acción de un gobierno ya desprestigiado y carente de apoyo político, fue la bancarización forzosa de la economía y las restricciones a la extracción de los depósitos y la utilización de dinero en efectivo, el denominado “corralito”, creado para impedir que la corrida bancaria, que había hecho perder al sistema financiero un 25% de sus depósitos (US$ 20.000 millones) en poco más de diez meses, terminara –teóricamente[12]- por derrumbar el sistema mismo, arrastrando a la quiebra a la totalidad de los bancos.
Desde el 19 de diciembre y hasta el 1° de enero del año en curso, se sucedieron en Argentina cinco presidentes, para concluir con la designación del actual, Eduardo Duhalde, por la Asamblea Legislativa, para terminar el mandato constitucional del Presidente De la Rua, del cual restan dos años.
El primero de la serie, Rodríguez Saa, también encumbrado por la Asamblea, había declarado, en medio de un jolgorio[13] inaudito e incomprensible de senadores y diputados, la cesación de pagos externos del país.
A la vez, y sin un plan económico previamente definido y consensuado, salió de la convertibilidad hacia una ‘libre’ flotación –en realidad, sucia- del peso, luego de un intento fallido de establecer tipos de cambio múltiples. Además, y siempre por decreto presidencial, se “pesificó[14]” la economía autoritariamente, y se establecieron tipos de cambio distintos para las deudas y los créditos privados, para las obligaciones con los bancos en función del monto de las mismas, y un largo etcétera.
Solamente la iliquidez en pesos de la sociedad, y las restricciones de todo tipo para la compra de divisas, han impedido que la cotización del dólar –única moneda confiable para el público- se disparara a las nubes, arrastrando en su paso al propio Presidente en una estrepitosa caída.
Por lo demás, y aún en un escenario marcadamente recesivo (la caída general de las ventas fue del 50% entre enero de 2001 y enero de 2002, y la recaudación impositiva cayó un 30%), los precios al consumidor han comenzado a registrar fuertes incrementos –en medicamentos, por lo demás los más caros del mundo-, que permiten presagiar una hiperinflación rápida, en caso de obtener la plaza la liquidez faltante.
Duhalde ha anunciado algunas tibias medidas de reducción del gasto público, y el presupuesto presentado al Congreso para el año 2002 contiene una caída del 70% en el déficit público frente al efectivamente producido -$ 10.000 millones- en el presupuesto 2001, atribuido a la falta de pago de servicios de la deuda externa y recortes en educación, salarios públicos, jubilaciones y pensiones, etc.
Además, incluye la autorización para emitir, ya sin respaldo, $ 3.500 millones, US$ 1.750 millones al cambio actual, y destinar sólo $ 1.000 millones al Tesoro. No se explica de dónde se obtendrán los recursos para financiar los $ 2.000 millones restantes del déficit, cálculo considerado sumamente optimista.
La incertidumbre existente sobre las reales posibilidades del Gobierno de alcanzar las metas de recaudación planteadas en el presupuesto, lleva a pensar seriamente en la posibilidad de una emisión descontrolada, tendiente a cubrir el déficit real que en definitiva se produzca y, con ella, el retorno de la hiperinflación a la Argentina, en un escenario social y financiero tanto local[15] como internacional, muy distinto a aquél de 1989, cuando el fenómeno se produjo por primera vez y las tasas de inflación llegaron al 2000%.
Tampoco resulta previsible hoy la actitud futura del Gobierno respecto al “corralito”, ya que está muy claro que el dinero que consiga evadirlo no retornará, al menos por mucho tiempo, al circuito financiero local. Ello impedirá, seguramente por varios años, que Argentina pueda financiar un crecimiento cuyo norte este Gobierno no parece haber encontrado.
En ese contexto, y volviendo a la pregunta que dejó flotando la primera parte de este artículo, no creemos que Argentina pueda contarse, al menos en el mediano plazo, entre los países capaces de encarar, y mucho menos llevar a buen término, la tarea de crear una estrategia de crecimiento adaptada a las restricciones que el marco internacional actual ofrece.
(*) Enrique G.Avogadro es abogado, y actúa como asesor empresarial en Argentina y Brasil; Juan C. N. Soldano Dehesa es economista, y actúa como asesor empresarial en Brasil.Ambos son argentinos.
[1] General Agreement on Tariff and Trade.
[2] Otros casos típicos son las restricciones al comercio del azúcar, del jugo de naranjas y limones, del maní, etc..
[3] Obsérvese que ello reduce la capacidad de ahorro doméstico y, en consecuencia, la capacidad de estos países de autofinanciar su proceso de crecimiento.
[4] El desarrollo de las telecomunicaciones, unido al creciente grado de acceso a la información, la cada vez mayor movilidad del capital y la globalización de los mercados, crean las condiciones para que, desde el punto de vista de estos conglomerados, parezca razonable adquirir esas dimensiones para maximizar ganancias y multiplicar su capacidad de influencia.
[5] Por lo menos en forma privada, ya que no sería posible darlo a publicidad por las reacciones políticas internas que generarían.
[6] India y China.
[7] Ver el último informe del Banco Mundial.
[8] Es probable que, con el transcurso del tiempo, parte de esas barreras sean levantadas, debido al cada vez menor peso relativo que esos sectores tienen en los países desarrollados, así como los cada vez mayores costos fiscales que esas políticas generan. El proceso de globalización también debería actuar positivamente en ese sentido, al recrear coaliciones de intereses entre empresas y países que se opongan a su mantenimiento. No obstante, creemos que, en el mediano plazo, esas restricciones deben ser asumidas como un parámetro.
[9] Que no es más que una vuelta a los antiguos sistemas de patrón oro o patrón libra esterlina vigentes a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. Elimina la posibilidad que los Estados nacionales emitan moneda sin respaldo, y consecuentemente, limita severamente la posibilidad que la autoridad monetaria realice política monetaria.
[10] Fin del gobierno militar y reinstauración de la democracia, con el Dr. Alfonsín, en diciembre de 1983.
[11] Renuncia del Dr. De la Rúa, en diciembre de 2001.
[12] Creemos que, en última instancia, los bancos locales, filiales de los grandes bancos mundiales, hubieran hecho frente, con recursos de sus matrices, al retiro de los depósitos ya que, con ello, evitarían el deterioro de su imagen en el mundo. Y, con toda seguridad, ese movimiento hubiera sido encabezado por aquellos que tuvieran menor exposición en Argentina (HSBC, Scotia, Lloyds, Lavoro, Credit Agricòle), obligando al resto a seguirlos.
[13] Ello es una muestra adicional de la irresponsabilidad de la clase política, la que carece de la visión necesaria para entender las consecuencias económicas y financieras de sus decisiones.
[14] Conversión forzosa de las monedas en que estaban realizados los contratos –normalmente dólares- a la moneda argentina, el peso.
[15] La economía operaba con tasas de desempleo muy bajas y el sistema financiero tenía un grado de exposición crediticia muy baja al sector privado.
su repercusión en Argentina
Por Enrique G. Avogadro y
Juan C. N. Soldano Deheza (*)
Panorama internacional
Los 70’s y el comienzo de los 80’s fueron marcados para el mundo en general, y especialmente para los actualmente conocidos como “países emergentes”, por la crisis del petróleo y el fin de la liquidez internacional alimentada por los flujos de ‘petrodólares’, derivado de los fuertes aumentos en la tasa de interés norteamericana, que llevaron al fracaso a las estrategias -más o menos exitosas- de crecimiento basadas en un fuerte endeudamiento externo.
En América Latina, la segunda mitad de los 80’s fue marcada por la re-democratización generalizada del subcontinente, acompañada por el ‘default’ generalizado de la deuda externa y por muy bajas tasas de crecimiento económico, que llevaron a que este período fuera llamado como la “década perdida”.
El final de esa etapa –fin de los ’80 e inicio de los ’90- se caracterizó por un conjunto de particularidades que repiten –por supuesto, con el correspondiente aditamento tecnológico- lo ocurrido en otros momentos del siglo XX y del anterior.
Las telecomunicaciones comenzaron a dar un espectacular salto tecnológico, combinado con la existencia de una fuerte liquidez internacional y escasas oportunidades de inversión –al menos, aquella que ofrece altos retornos- en los países más desarrollados.
En ese contexto, surgieron las recomendaciones del denominado “Consenso de Washington”, relativas a las estrategias que deberían seguir los países subdesarrollados para acceder al círculo virtuoso del crecimiento económico.
Ellas pueden ser descriptas, en forma muy sintética y por sus puntos más conocidos, por la renegociación de la deuda externa en ‘default’, la apertura comercial, la apertura de la cuenta capital del balance de pagos, y por la reforma del sector público vía la privatización de las empresas estatales deficitarias. Como consecuencia de este conjunto de reformas, podría esperarse una rápida vuelta a un acelerado proceso de crecimiento económico que permitiese recuperar la “década perdida”.
En la medida en que tales recomendaciones representaban un retorno al clasicismo de la economía, fueron denominadas “neo-liberalismo”.
Pese a que entre las sugerencias del Consenso de Washington no figuraba la necesidad de contar con políticas fiscales sólidas que asegurasen la solvencia intertemporal de los Estados, mientras se promovía la competitividad de las economías e inducía una razonable redistribución de riqueza, cabe imaginar que tanto los inversores internacionales cuanto los organismos multilaterales asumían que financiarían desequilibrios fiscales transitorios, derivados de la transición de esas economías hacia esta nueva situación ideal.
Sin embargo, la confrontación con la realidad indica que, pese a un momento inicial de fuertes tasas de crecimiento derivadas de la apertura de la economía y los ingresos de capital derivados las privatizaciones, con raras excepciones, éste no fue el camino seguido por los países que se alinearon siguiendo las recomendaciones antes mencionadas, de donde se deriva buena parte de los problemas que hoy enfrentan.
En el mercado de capitales internacional, en el que los países emergentes financian sus déficits, se asumía hasta el momento que existía un prestamista de última instancia –el FMI- que, a la luz de la experiencia de la última década, siempre había acudido en socorro de las naciones en apuros.
Si seguimos la sugerencia de dejar que los problemas de insolvencia sean resueltos por el mercado, parece entonces razonable el argumento de los conservadores norteamericanos, representados en las declaraciones del economista jefe del FMI, la Sra. Anne Krueger, en el sentido que los países y sus acreedores deberán encontrar una solución a sus problemas con escasa –o nula- ingerencia de este organismo o del Gobierno estadounidense.
La modificación de este contexto abre espacio para que las reglas de juego existentes hasta el momento, por lo menos en este sentido, comiencen a ser cuidadosamente revisadas.
Probablemente, veremos en el futuro un flujo mucho menor de financiamiento destinado a los países emergentes, acompañado de una mayor diferenciación entre ellos, basada en un análisis más detallado de los fundamentos económicos propios de cada uno de esos países.
Como en cualquier mercado, una menor oferta enfrentada a una demanda relativamente inelástica, provoca un aumento de precios, en este caso la tasa de interés.
Ello debería llevar a los países emergentes a replantear rápidamente sus estrategias de crecimiento y financiamiento, bajo el riesgo de que se produzca un proceso generalizado de ‘default’ de su deuda externa y un nuevo y prolongado período de escaso o nulo crecimiento, con sus tremendas consecuencias sociales y la puesta en serio riesgo de las instituciones democráticas.
A su vez, ello nos lleva a uno de los puntos centrales de las recomendaciones del Consenso de Washington, que toma una relevancia cada vez más significativa en este nuevo contexto: la apertura comercial.
Las diferentes rondas del Gatt[1]; ronda Kennedy, ronda Tokio, ronda Uruguay, que culminaron con la institucionalización de la Organización Mundial de Comercio (OMC), fueron altamente efectivas en reducir tarifas aduaneras en lo que al comercio de productos manufacturados se refiere. La incorporación de los servicios y la propiedad intelectual a la normativa internacional a través del ‘Trips’, subproducto de la ronda Uruguay, reguló además las condiciones de acceso de los países subdesarrollados al mercado del conocimiento y de los servicios financieros, los de más rápida expansión mundial en la última década.
Sin embargo, existe un conjunto de asimetrías que, en un contexto de reducción de los flujos de financiamiento, toman cada vez mayor importancia para los países emergentes, y transforman aquel criterio de apertura comercial en una apertura de características casi unilateral: las restricciones existentes al comercio de los productos agropecuarios y manufacturados de bajo valor agregado, que representan una proporción significativa de su pauta de exportación.
Estas asimetrías están representadas, para los productos primarios, por los subsidios de los países desarrollados y principales mercados de consumo mundial a los productores locales[2], que generan la formación de grandes ‘stocks’ -que deprimen los precios, y por los subsidios a la exportación de esos excedentes, que profundizan este efecto y reducen, significativamente, los márgenes de rentabilidad de los productores de los países en vías de desarrollo[3]. Los productos agroindustriales, asimismo, enfrentan crecientes barreras para-arancelarias en esos mercados.
En el caso de los bienes industriales de relativamente escaso valor agregado, como pueden ser los textiles y el acero, las restricciones de acceso a las economías desarrolladas se expresan a través de mecanismos de cuotas y la creciente aplicación de medidas ‘antidumping’.
En el caso de los servicios, la captación de las mentes más brillantes de los países subdesarrollados, mediante la viabilización de opciones para estudiar, investigar y aplicar sus conocimientos casi sin restricciones presupuestarias y en las mejores universidades del planeta (todas se encuentran en los países desarrollados), determina que la mayor parte de las patentes y nuevas tecnologías se desenvuelvan en esos países.
Este conjunto de situaciones unidas al creciente poder y concentración de los conglomerados financieros y aseguradores mundiales[4], hacen que las posibilidades de generar políticas de desarrollo independiente resulten cada vez más limitadas.
Debe señalarse, adicionalmente, que aunque la OMC establece reglas de juego para los mercados regulados por los tratados que la crearon, es bastante común que los países subdesarrollados no tengan suficientes especialistas en el área de negociaciones económicas internacionales o bien carezcan de la capacidad económica necesaria para asumir el costo de buenos defensores en cuestiones de su interés nacional.
Finalmente, no debe subestimarse el hecho que, frente a la necesidad de mantener un cierto grado de “tutela” de los organismos multilaterales de crédito, a efectos de contar con acceso al financiamiento internacional, que son controlados por los mismos países desarrollados que imponen barreras al comercio, los países emergentes deban claudicar parcialmente[5] en sus reclamos.
Frente a este escenario, existen sólo dos países[6] que, por su dimensión territorial y poblacional, su ubicación estratégica en áreas de potencial conflicto y por su desarrollo tecnológico y nuclear autónomo, han conseguido crear estrategias de crecimiento independientes de los principios del Consenso de Washington razonablemente exitosas[7]. No parece haber otros países en condiciones de recrear esa situación.
Si asumimos como un parámetro[8] el contexto antes descripto, aquellos países emergentes que pretendan insertarse exitosamente en la economía mundial, deberán tener en cuenta las restricciones apuntadas para sus estrategias de crecimiento y generar, en consecuencia, reformas institucionales tendientes a optimizar el rol del Estado. Resulta indispensable convertirlo en un eficaz vehículo de redistribución de riqueza, en un contexto de austeridad y extrema solidez fiscal, a fin de que pueda hacer uso eficiente de los escasos grados de libertad disponibles para mejorar su posicionamiento negociador relativo y generar condiciones para incrementar la proporción de ahorro doméstico que quede en el país, de manera de reducir la dependencia del financiamiento externo.
Cabe preguntarse cuántos y cuáles serán los países en condiciones, no solamente de emprender, sino de concluir exitosamente esta tarea.
Argentina y su crisis
Hablar de la crisis de Argentina, que tanto impacto ha tenido en la actualidad española y que no escapa, en términos generales, a las circunstancias descriptas más arriba, impone explicar algunas circunstancias presentes que constituyen verdaderas peculiaridades del país y de su gente.
Luego de los grandes procesos hiperinflacionarios de 1989 y 1990, y de la renuncia anticipada del primer Presidente democrático tras diez años de dictadura militar, fue realizada en abril de 1991 una reforma monetaria que introdujo el Régimen de Convertibilidad[9], que ató al peso –la moneda local- al dólar estadounidense.
El remedio sirvió para erradicar de cuajo la inestabilidad económica pero, tras casi doce años de irresponsabilidad en el manejo de las cuentas fiscales, con un desmedido déficit fiscal siempre financiado con más deuda, que llevó a una fuerte sobrevaluación de la moneda que, a su vez, impidió la expansión de la economía y produjo un crecimiento desmedido en la tasa de desempleo, dejó de servir a los fines pretendidos,.
La deuda externa creció de US$ 45.100 millones[10] a US$ 147.667 millones[11], y las últimas mediciones del paro estiman en casi el 30% el nivel de desocupación, y en casi 15% el de subocupación. Si se piensa que esos guarismos se dan en un país que carece de red de contención social (seguro de desempleo), puede imaginarse el estado en que se encuentra el conflicto social.
Lo más notable es que en el período de mayor crecimiento de la deuda (123% entre 1989/1999) coincide con la época de la privatización de todas las empresas estatales, que vieron gran parte de su precio pagado en títulos de la deuda pública, por lo cual el crecimiento real fue aún mayor, y es la prueba cabal que se financió el gasto corriente con la venta de activos públicos.
Podemos decir que, desde 1993 en adelante, Argentina tuvo un acceso ilimitado e irracional a los mercados financieros internacionales, obteniendo siempre créditos que no utilizó para financiar su desarrollo sino, muy por el contrario, a solventar su endémico -pero cada vez más pronunciado- déficit fiscal. Si al gran crecimiento del gasto público ya comentado, le sumamos el pago de servicios financieros al exterior a tasas de interés muy altas en términos reales, que convertían al país en inviable y un sistema tributario procíclico, mal diseñado y que genera altos incentivos a la evasión, tenemos un cuadro de situación que, sin temor a equivocarse, permitía prever con mucha anticipación este final.
Por otra parte, y sobre todo a partir de los primeros años del gobierno del Dr. Menem (1989/1999), se produjo en Argentina una marcada transferencia del control accionario del sector industrial y financiero –y aún del agrícolo-ganadero- a manos de grandes conglomerados multinacionales, que adquirieron inclusive las empresas estatales privatizadas en la época.
Una de las primeras características que distingue a Argentina es que los originales propietarios de esas tierras, fábricas y campos, transfirieron al exterior los precios obtenidos por las mismas, generando un curioso e inusual fenómeno: algunos de los ciudadanos mantienen fuera del país depósitos equivalentes a una proporción muy importante de la deuda externa nacional.
Esta conducta tiene explicaciones varias, según desde qué ángulo político se las analice, pero los últimos acontecimientos –congelamiento de depósitos locales y apurada e improvisada devaluación- terminaron por darle la razón a quienes así actuaron.
Por otra parte, y sobre esto volveremos más adelante, el deterioro profundo de las instituciones y el desprestigio de los hombres que las han conducido –en especial, la Justicia- hacen hoy descreer a la población, en una postura que tiene paralelos en Latinoamérica, de la democracia misma.
Resulta entonces muy difícil, para los sectores sociales excluidos compartir una opinión positiva de la globalización y del capitalismo como forma de vida, más que como un sistema económico.
Retornando a las características especiales que tiene la crisis de los países emergentes en Argentina, es imperioso poner el acento sobre la forma en que esos modelos fueron allí aplicados.
El mercado financiero local, integrado por casi todos los grandes bancos internacionales y los escasos exponentes residuales de tradicionales instituciones financieras de capital nacional, concentró la capacidad crediticia en financiar a los grandes grupos económicos, fueran éstos locales o extranjeros y al mismo Estado, dejando de lado a las pequeñas y medianas empresas, las verdaderas generadoras de empleo en otras latitudes, que se vieron enfrentadas a un proceso de deterioro y paulatina desaparición en el período analizado.
Otros dos trascendentes hechos, por cierto originales de Argentina, que condujeron a la crisis actual fueron la apertura indiscriminada e incontrolada de la economía y la libertad de entrar y salir del país, financieramente hablando, de capitales extranjeros, muchas veces destinado a la especulación, sin control ni registro alguno. No es mala la libertad para el ingreso y el egreso de los capitales, pero Argentina sirvió, durante muchos años, como campo fértil para la estricta especulación financiera que, montada sobre altísimas tasas de interés reales, provocó una marcada descapitalización empresaria.
El primero de esos hechos, el gran causante de la desocupación actual, significó la masiva importación de mercaderías y bienes, muchos de ellos suntuarios, al ser fabricadas en países con escasa incidencia de la mano de obra en el costo final o en naciones que subsidian a sus productores, reemplazaron a los argentinos en la preferencia popular, determinada ésta por el precio más que por la calidad, conduciendo al cierre de una gran cantidad de establecimientos industriales. No objetamos la apertura comercial, pero ella hubiera debido hacerse recurriendo a adecuados mecanismos antidumping, y recreando las condiciones de adaptación y gerenciamiento, con crédito para esa reconversión para las pequeñas y medianas empresas.
Una consecuencia más del deterioro de la paridad real que acompañó a los últimos años de la convertibilidad, fue el traslado –que aún continúa- de algunas grandes industrias a Brasil, donde reciben fuertes incentivos fiscales. Esas radicaciones, en general, fueron capital-intensivas, más que mano de obra-intensivas; el deterioro del tipo de cambio determinó que el perfil exportador argentino se basase en sus ventajas comparativas estáticas –agro, petróleo, gas, energía-, o en comercio administrado (autos y autopartes) y no en generar ventajas comparativas dinámicas derivadas de la relativamente alta calificación de su mano de obra.
Argentina fue, durante casi el 80% del siglo XX, un país básicamente agroexportador que, como tantos otros, especialmente en la segunda mitad del siglo, vio restringido el acceso de sus productos primarios a los mercados principales de consumo, especialmente a partir de la instauración del dañino sistema de subsidios montado en Europa y los Estados Unidos.
Aún hoy, y con la mayor parte de sus empresas inactivas, el país dispone de un parque industrial relativamente moderno y actualizado, pese a las limitaciones que hemos observado en materia crediticia, y ello se debe a que, si bien muchas de las industrias han sido obligadas a cerrar las puertas de sus fábricas, dentro de ellas la maquinaria y el equipo permanece intacto. La participación del sector industrial (por exclusión de productos primarios y combustibles) en las exportaciones totales llegó, aproximadamente, al 60%.
En los mismos años se produjo una enorme concentración de la riqueza y, en buena parte producto del incremento de las tasas de desocupación, grandes sectores (50%) pasaron a sumergirse más allá de la línea de pobreza
El modelo de la convertibilidad, que hubiera podido funcionar bien con gran disciplina y responsabilidad fiscal, llevó a la economía a límites casi extremos. A la vez, justo es reconocer que la revaluación del dólar frente a todas las monedas, producto de la expansión de la economía norteamericana de los últimos años, contribuyó a complicar el modelo local, atado a esa divisa.
Por último, la falta de una justicia independiente, reemplazada por un Supremo adicto y funcional al poder de turno, la impune y generalizada corrupción, exhibida sin pudor de ningún tipo, y la pauperización de los sectores medios, llevó en los últimos dos años al reclamo popular de un cambio profundo, unívoco en su manifestación de su necesidad, pero anárquico y disociado en sus propuestas positivas, que produjo la renuncia de De la Rúa, que se había comprometido públicamente, al asumir, a liderar ese cambio.
El FMI y el Banco Mundial no dejaron de prestar apoyo a la Argentina por ello, y esa actitud permitió el arribo de un monumental crédito externo e diciembre de 2000, al que se denominó “blindaje”, ya que permitiría al país enfrentar las crecientes especulaciones financieras en su contra. Sin embargo, ya nada era posible.
En 2001, siempre con la ayuda de los organismos citados, el Gobierno encaró la reestructuración de sus compromisos financieros, dividiendo la negociación en dos etapas. La primera, con los acreedores locales –bancos y fondos de pensión- tuvo éxito.
La segunda etapa, la externa, no llegó a concretarse, tanto por la renuncia de De la Rúa, cuanto por el caos político y el ‘default’ que le siguieron.
La última acción de un gobierno ya desprestigiado y carente de apoyo político, fue la bancarización forzosa de la economía y las restricciones a la extracción de los depósitos y la utilización de dinero en efectivo, el denominado “corralito”, creado para impedir que la corrida bancaria, que había hecho perder al sistema financiero un 25% de sus depósitos (US$ 20.000 millones) en poco más de diez meses, terminara –teóricamente[12]- por derrumbar el sistema mismo, arrastrando a la quiebra a la totalidad de los bancos.
Desde el 19 de diciembre y hasta el 1° de enero del año en curso, se sucedieron en Argentina cinco presidentes, para concluir con la designación del actual, Eduardo Duhalde, por la Asamblea Legislativa, para terminar el mandato constitucional del Presidente De la Rua, del cual restan dos años.
El primero de la serie, Rodríguez Saa, también encumbrado por la Asamblea, había declarado, en medio de un jolgorio[13] inaudito e incomprensible de senadores y diputados, la cesación de pagos externos del país.
A la vez, y sin un plan económico previamente definido y consensuado, salió de la convertibilidad hacia una ‘libre’ flotación –en realidad, sucia- del peso, luego de un intento fallido de establecer tipos de cambio múltiples. Además, y siempre por decreto presidencial, se “pesificó[14]” la economía autoritariamente, y se establecieron tipos de cambio distintos para las deudas y los créditos privados, para las obligaciones con los bancos en función del monto de las mismas, y un largo etcétera.
Solamente la iliquidez en pesos de la sociedad, y las restricciones de todo tipo para la compra de divisas, han impedido que la cotización del dólar –única moneda confiable para el público- se disparara a las nubes, arrastrando en su paso al propio Presidente en una estrepitosa caída.
Por lo demás, y aún en un escenario marcadamente recesivo (la caída general de las ventas fue del 50% entre enero de 2001 y enero de 2002, y la recaudación impositiva cayó un 30%), los precios al consumidor han comenzado a registrar fuertes incrementos –en medicamentos, por lo demás los más caros del mundo-, que permiten presagiar una hiperinflación rápida, en caso de obtener la plaza la liquidez faltante.
Duhalde ha anunciado algunas tibias medidas de reducción del gasto público, y el presupuesto presentado al Congreso para el año 2002 contiene una caída del 70% en el déficit público frente al efectivamente producido -$ 10.000 millones- en el presupuesto 2001, atribuido a la falta de pago de servicios de la deuda externa y recortes en educación, salarios públicos, jubilaciones y pensiones, etc.
Además, incluye la autorización para emitir, ya sin respaldo, $ 3.500 millones, US$ 1.750 millones al cambio actual, y destinar sólo $ 1.000 millones al Tesoro. No se explica de dónde se obtendrán los recursos para financiar los $ 2.000 millones restantes del déficit, cálculo considerado sumamente optimista.
La incertidumbre existente sobre las reales posibilidades del Gobierno de alcanzar las metas de recaudación planteadas en el presupuesto, lleva a pensar seriamente en la posibilidad de una emisión descontrolada, tendiente a cubrir el déficit real que en definitiva se produzca y, con ella, el retorno de la hiperinflación a la Argentina, en un escenario social y financiero tanto local[15] como internacional, muy distinto a aquél de 1989, cuando el fenómeno se produjo por primera vez y las tasas de inflación llegaron al 2000%.
Tampoco resulta previsible hoy la actitud futura del Gobierno respecto al “corralito”, ya que está muy claro que el dinero que consiga evadirlo no retornará, al menos por mucho tiempo, al circuito financiero local. Ello impedirá, seguramente por varios años, que Argentina pueda financiar un crecimiento cuyo norte este Gobierno no parece haber encontrado.
En ese contexto, y volviendo a la pregunta que dejó flotando la primera parte de este artículo, no creemos que Argentina pueda contarse, al menos en el mediano plazo, entre los países capaces de encarar, y mucho menos llevar a buen término, la tarea de crear una estrategia de crecimiento adaptada a las restricciones que el marco internacional actual ofrece.
(*) Enrique G.Avogadro es abogado, y actúa como asesor empresarial en Argentina y Brasil; Juan C. N. Soldano Dehesa es economista, y actúa como asesor empresarial en Brasil.Ambos son argentinos.
[1] General Agreement on Tariff and Trade.
[2] Otros casos típicos son las restricciones al comercio del azúcar, del jugo de naranjas y limones, del maní, etc..
[3] Obsérvese que ello reduce la capacidad de ahorro doméstico y, en consecuencia, la capacidad de estos países de autofinanciar su proceso de crecimiento.
[4] El desarrollo de las telecomunicaciones, unido al creciente grado de acceso a la información, la cada vez mayor movilidad del capital y la globalización de los mercados, crean las condiciones para que, desde el punto de vista de estos conglomerados, parezca razonable adquirir esas dimensiones para maximizar ganancias y multiplicar su capacidad de influencia.
[5] Por lo menos en forma privada, ya que no sería posible darlo a publicidad por las reacciones políticas internas que generarían.
[6] India y China.
[7] Ver el último informe del Banco Mundial.
[8] Es probable que, con el transcurso del tiempo, parte de esas barreras sean levantadas, debido al cada vez menor peso relativo que esos sectores tienen en los países desarrollados, así como los cada vez mayores costos fiscales que esas políticas generan. El proceso de globalización también debería actuar positivamente en ese sentido, al recrear coaliciones de intereses entre empresas y países que se opongan a su mantenimiento. No obstante, creemos que, en el mediano plazo, esas restricciones deben ser asumidas como un parámetro.
[9] Que no es más que una vuelta a los antiguos sistemas de patrón oro o patrón libra esterlina vigentes a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. Elimina la posibilidad que los Estados nacionales emitan moneda sin respaldo, y consecuentemente, limita severamente la posibilidad que la autoridad monetaria realice política monetaria.
[10] Fin del gobierno militar y reinstauración de la democracia, con el Dr. Alfonsín, en diciembre de 1983.
[11] Renuncia del Dr. De la Rúa, en diciembre de 2001.
[12] Creemos que, en última instancia, los bancos locales, filiales de los grandes bancos mundiales, hubieran hecho frente, con recursos de sus matrices, al retiro de los depósitos ya que, con ello, evitarían el deterioro de su imagen en el mundo. Y, con toda seguridad, ese movimiento hubiera sido encabezado por aquellos que tuvieran menor exposición en Argentina (HSBC, Scotia, Lloyds, Lavoro, Credit Agricòle), obligando al resto a seguirlos.
[13] Ello es una muestra adicional de la irresponsabilidad de la clase política, la que carece de la visión necesaria para entender las consecuencias económicas y financieras de sus decisiones.
[14] Conversión forzosa de las monedas en que estaban realizados los contratos –normalmente dólares- a la moneda argentina, el peso.
[15] La economía operaba con tasas de desempleo muy bajas y el sistema financiero tenía un grado de exposición crediticia muy baja al sector privado.
Publicada en "Crónicas de Economía", N° 13, Madrid, España, 2002
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