Inflación, ¿problema o solución?
La constante y persistente discusión acerca de si estamos en medio de un proceso inflacionario que tiende a acelerarse o si se trata sólo de un “acomodamiento” de precios debido a las tensiones del crecimiento de la economía me parecen ya bastante abstractas.
Se la defina de un modo u otro, la realidad pura y dura, la que miden las amas de casa cuando van a hacer sus compras, o los ejecutivos cuando salen a almorzar con sus clientes habla bien a las claras de la presencia, una vez más, del temido fantasma (al menos, lo es para quienes tienen más de treinta años, es decir, todos aquellos argentinos que tenían más de diez en la etapa final del gobierno de Alfonsín).
Las causas de esta reaparición son explicadas, diariamente, por los economistas que, dependiendo de su signo político o de la escuela a la que adhieren, la atribuyen al congelamiento de la oferta frente a una demanda crecientemente incentivada, o a la expansión geométrica del gasto público, o al desmedido crecimiento de la base monetaria, o a la imposibilidad del Gobierno de continuar con el festival irresponsable de subsidios cruzados.
Seguramente, todos esos factores están incidiendo, en mayor o menor medida. De todos modos, y lo llamemos como lo llamemos, la inflación ha llegado, y para quedarse.
Eduardo Fidanza, en un fantástico artículo de opinión que publica hoy La Nación en su tapa (http://tinyurl.com/ydseln3), se pregunta si el destino de Argentina volverá a ser un stop and go o, por el contrario, será un go and fail.
Muchos de nosotros, entre los que me incluyo, creemos que la inflación será el problema final que hará detonar el “modelo” kirchnerista, ya que terminará minando la base de sustentación en la que se apoya la escasa opinión positiva que la pareja imperial aún conserva. Los “barones” del Conurbano y los gobernadores adictos se verán obligados, si este proceso continúa, a marcar abiertamente sus diferencia con Olivos, a riesgo de incinerar su propio futuro político en el incendio que producirán los carritos de supermercado vacíos.
Sin embargo, estoy convencido que hoy la inflación –si bien no llamada de ese modo y, además, negada por los lenguaraces oficiales- es la forma elegida por los Kirchner para realizar el inevitable ajuste, frente a un sistema no puede continuar dependiendo, ad infinitum, de las distintas cajas del Estado, que ya comienzan a estar exhaustas.
Es cierto que, tal como se asegura desde todas las trincheras, el 2010 y, probablemente, el 2011 vuelvan a llenar las arcas oficiales de dólares, producto tanto del crecimiento del volumen de las exportaciones cuanto del aumento de sus precios.
Pero esos dólares, para ser introducidos al mercado argentino deben ser “pesificados” y ello, con seguridad, producirá un recalentamiento de la demanda, que seguirá presionando para arriba a los precios, dado que la falta de inversión –externa o local- no permite preanunciar, más allá de los grandilocuentes anuncios de la señora Presidente, un incremento sustancial de la oferta.
El Gobierno, vía la inflación, ha comenzado a licuar el gasto público, sin tener que recurrir a hacerlo por el camino del ajuste, una palabra que aterra a doña Cristina. (a gritos, dijo hace poco: “¡No voy a ajustar! ¡Esta “Presidenta no va a ajustar! ¡Si quieren ajustar, que vengan ellos!).
Como no está dispuesto a reducir el gasto, y menos en períodos electorales, y tampoco tiene ya el dinero suficiente para seguir dilapidando, ha recurrido, intencionalmente, a la inflación para reducirlo sin decirlo.
Entonces, si el efecto final es el mismo, ¿por qué preocuparse por su nombre?
Por una razón bastante elemental: como todos sabemos, la inflación es el peor de los impuestos, ya que lo pagan, siempre, los más pobres.
De allí que, si el camino elegido es ése, el genocidio que este “modelo” ha implementado en la Argentina, a través de su corrupción incomparable e ilimitada, y que está destruyendo a los pobres, tendrá su estadio más elevado. ¿Alguien puede ignorar, en contraposición, qué han hecho gobiernos seriamente progresistas, como el de Lula, el de Bachelet o el de Tabaré Vázquez por sus respectivos pueblos?
Hoy, señores, en Argentina hay hambre. Y no me refiero a las pobres provincias del noreste o del noroeste; hablo del Conurbano, en el cual, a diez minutos del Obelisco, los chicos sólo comen en la escuela, con toda la secuela de destrucción de las más acendradas costumbres familiares.
Los pobres, que llevan ya generaciones sometidos al subsidio clientelista y a la falta de trabajo formal, no se pueden ya sentar a la mesa en sus casas –cuando las tienen- porque no hay qué poner en ella.
En la Provincia de Buenos Aires, la inversión que realiza el Estado para alimentar a sus niños alcanza sólo a dos pesos por día. Sí, a dos pesos. Obviamente, eso tiene una siniestra contracara: no sólo no llena las panzas sino que, cuando lo hace, no reúne los mínimos nutrientes necesarios para que el cerebro de esos chicos se desarrolle adecuadamente.
Según el Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina, se encuentran en esa situación nada menos que un millón doscientos mil niños.
Lo grave, lo que no tiene perdón de Dios (¡pensar que hoy, Viernes Santo, Cristo murió en la Cruz para redimirnos!) es que, mientras tanto, el Gobierno gasta un millón de dólares diarios en sostener –y robar a manos llenas- una ilusoria línea aérea de bandera, u ochocientos millones de pesos en el “fútbol gratis”, o incrementa –a niveles nunca vistos- el presupuesto de publicidad (sin por ello trasparentarlo).
No quiero repetirme enumerando los increíbles casos de corrupción que han manchado este “modelo” desde antes de su transferencia al ámbito nacional desde Santa Cruz, ya que todos, por lo demás, los recuerdan. Pero sí insistir en que, en la medida en que los sobreprecios, los injustificados gastos y la desaparición de fondos están destruyendo a un sector concreto de la población, la definición que el derecho internacional ha dado a la palabra ‘genocidio’ se ajusta, con precisión, a la situación descripta.
Y esta forma de ajustar sin decirlo, que está minando el ingreso de los sectores más humildes, es nada más ni nada menos que una nueva vuelta de tuerca sobre este proceso, al cual tanto han contribuido la precariedad del trabajo, la inexistencia de posibilidades de progreso, la terrible difusión de la droga (en especial, del paco), y tantos otros flagelos que nuestra clase política se muestra incapaz de –o desinteresada en- corregir.
En esta Semana Santa y en este Pésaj, y en un día en que se “festeja” la ocupación de las Malvinas, momentos tan propicios para la introversión y la reflexión, pongámonos a pensar qué país queremos y, sobre todo, qué ilusiones queremos dejar a nuestros hijos y nuestros nietos.
Porque, si seguimos en el camino que vamos, Argentina dejará de ser un país viable y, como dicen los Kirchner, para muy pocos.
Bs.As., 2 Abr 10
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